Oración , Preghiera , Priére , Prayer , Gebet , Oratio, Oração de Jesus

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CATECISMO DA IGREJA CATÓLICA:
2666. Mas o nome que tudo encerra é o que o Filho de Deus recebe na sua encarnação: JESUS. O nome divino é indizível para lábios humanos mas, ao assumir a nossa humanidade, o Verbo de Deus comunica-no-lo e nós podemos invocá-lo: «Jesus», « YHWH salva» . O nome de Jesus contém tudo: Deus e o homem e toda a economia da criação e da salvação. Rezar «Jesus» é invocá-Lo, chamá-Lo a nós. O seu nome é o único que contém a presença que significa. Jesus é o Ressuscitado, e todo aquele que invocar o seu nome, acolhe o Filho de Deus que o amou e por ele Se entregou.
2667. Esta invocação de fé tão simples foi desenvolvida na tradição da oração sob as mais variadas formas, tanto no Oriente como no Ocidente. A formulação mais habitual, transmitida pelos espirituais do Sinai, da Síria e de Athos, é a invocação: «Jesus, Cristo, Filho de Deus, Senhor, tende piedade de nós, pecadores!». Ela conjuga o hino cristológico de Fl 2, 6-11 com a invocação do publicano e dos mendigos da luz (14). Por ela, o coração sintoniza com a miséria dos homens e com a misericórdia do seu Salvador.
2668. A invocação do santo Nome de Jesus é o caminho mais simples da oração contínua. Muitas vezes repetida por um coração humildemente atento, não se dispersa num «mar de palavras», mas «guarda a Palavra e produz fruto pela constância». E é possível «em todo o tempo», porque não constitui uma ocupação a par de outra, mas é a ocupação única, a de amar a Deus, que anima e transfigura toda a acção em Cristo Jesus.

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quinta-feira, 22 de agosto de 2013

Matta el Meskin, L’ esperienza di Dio nella preghiera

Prólogo

Matta el Meskin





El mundo de hoy tiene sed del testimonio de una fe viva en Jesucristo: no tiene tanta sed de escuchar sobre él, sino más bien de vivirlo. ¡Existen libros y maestros que hablan de Cristo ciertamente, y cuántos! Pero hombres de oración que viven con Cristo, que hablan con Cristo, ¿cuántos hay?



La Iglesia no puede vivir únicamente de artículos de fe para estudiar. La fe en Jesucristo no es una teoría, sino una fuerza que actúa capaz de cambiar la vida. Todo hombre que vive en Cristo Jesús debe ser portador de esa fuerza, debe ser capaz de cambiar su propia vida, de renovarla por el poder de Cristo.



Pero nuestra fe en Cristo estará sin fuerza hasta que no nos encontremos personalmente con Él, cara a cara, en lo más profundo de nosotros mismos, en la paciencia, en la perseverancia y en el coraje que nos permitirán soportar la inmensa humillación de ver nuestra alma desnuda ante sus ojos de luz y de salir enriquecidos de una experiencia particular, de una renovación del alma y de un conocimiento verdadero de la santidad de Cristo y de su benevolencia.



Cada encuentro con Cristo es oración renovadora. Cada oración es experiencia de fe. Cada experiencia de fe es vida eterna.



Esto no significa que la verdad de la fe y de la teología pueda cambiar y transformarse según la experiencia interior del hombre. La verdad de la fe es estable porque participa de la estabilidad de Dios mismo. Nuestra experiencia no hace más que aumentar en nosotros la claridad de su percepción.



Dios se manifiesta en sus santos. Es gracias a la experiencia de los santos y de los justos en el curso de los siglos por los que hemos conocido y conocemos a Dios.



Pero esta es una verdad que no podemos malinterpretar: aunque la experiencia de los santos ilumine para nosotros el camino del conocimiento, ellos no pueden comunicarnos la fe viva si desde el fondo de nuestra vida y de nuestra experiencia no brota un testimonio personal. Cristo debe ser para ti Aquel que es para cada santo: el que ha muerto por ti, personalmente.



No nos ha dado solamente el conocerlo o el creer en él, sino también el vivir para él. Nos ha dado el Espíritu Santo porque nos instruye y permanece en nosotros, cambia y renueva nuestro espíritu, toma cada día de Cristo lo que nos da.



La vida en Cristo es movimiento, experiencia, renovación, crecimiento ininterrumpido en el Espíritu. Pero este crecimiento, que se da por la experiencia individual, debe estar en total armonía con la experiencia colectiva de la Iglesia, en el marco definido por la fe.



Cristo nos llama a orar a Dios. Insiste y quiere que oremos sin cansarnos y con gran asiduidad. Este llamado revela en realidad la fuente que nos dará el don de la gracia de la transfiguración, de la renovación y del crecimiento. Cristo nos muestra la necesidad de la oración, porque es por su medio que obtenemos lo que de otro modo no sabríamos obtener. Ahora bien, lo que no sabríamos obtener si no por medio de la oración es lo proprium de Dios mismo: “El dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” (Lc 11, 13) [1]. La oración es de hecho un contacto espiritual con Dios.



En el proyecto de Dios, el fin de la oración incesante es la de producir en nosotros, día a día, un ininterrumpido cambio esencial. Si desea que la oración sea muy asidua, es porque ella nos transforma más allá de nuestra naturaleza. Es lo que sucede cuando sentimos haber sido convertidos en algo más grande que nosotros mismos. Por esto debemos suplicar insistentemente que nuestra oración sea escuchada, porque es por su medio que obtendremos lo que por el contrario no sabríamos merecer.



La oración es aquel acto esencial en el cual Dios mismo, sin que nosotros nos demos cuenta, obra en nosotros el cambio, la renovación y el crecimiento del alma.



Ni el bienestar, ni la paz interior, ni la impresión de ser escuchados, ni ningún otro sentimiento pueden igualar la acción secreta del Espíritu Santo sobre el alma y hacerla digna de la vida eterna. La oración es la acción espiritual más fuerte que tiene en sí la propia recompensa inmediata, sin necesidad de una prueba afectiva. La oración no puede tener un objetivo más importante de sí misma: ella es el fin más importante del acto más importante.



La oración es apertura a la energía activa de Dios, fuerza invisible, fuerza intangible. Según la promesa de Cristo (Jn 6, 37) el hombre no puede retirarse de la presencia de Dios sin obtener un cambio esencial, una renovación que no aparecerá como una imprevista explosión, sino más bien como construcción minuciosa y lenta, casi imperceptible.



El que persevera delante de Dios y persiste en la confianza en él por medio de la oración, recibirá mucho más de lo que esperaba y mucho más de cuanto habría merecido. El que vive en la oración acumula un inmenso tesoro de confianza en Dios. La fuerza y la certeza de este sentimiento superan el orden de lo visible y de lo tangible, porque el alma, en todo su propio ser, se impregna profundamente de Dios y el hombre percibe la presencia de Dios con gran certeza, tanto de sentirse más grande y más fuerte de cuanto en verdad es. Adquiere entonces la convicción de otra existencia, superior a su vida temporal, pero sin ignorar su propia debilidad, ni olvidando sus propios límites.



Este sentimiento de certeza de la presencia de Dios, de su fuerza, produce en el alma una ampliación del campo de percepción de la verdad divina, el desarrollo de la capacidad del discernimiento y de visión. El alma da testimonio entonces al emerger, desde lo profundo de sí misma, de un mundo nuevo, su nuevo mundo amado, el de Jesús, que viene de Dios y no de los sentidos o del yo. Este mundo que el hombre aprende ya a conocer, según el querer del Espíritu y no de la razón, sin la intervención de la propia voluntad, de su sabiduría o del esfuerzo humano.



Desde el momento en el cual el alma comienza a elevarse en el mundo de la “luz verdadera” (Jn 1, 9) que está en él, comienza a ponerse en armonía con Dios a través de la oración continua hasta eliminar toda división, toda duda, toda inquietud. Entonces la Verdad dirige sus movimientos y todos sus sentimientos y el fuego del amor divino funda su experiencia pasada y presente, suprimiendo la parcialidad y los temores del yo, los errores del egoísmo y sus sospechas. Así es como en el fondo del alma no queda otra cosa más que la plenitud de la soberanía del Espíritu y la extrema felicidad de someterse a su voluntad.



***



Cuando Cristo nos exhorta a perseverar en la oración en su Nombre ante el Padre y nos revela su extraordinaria labor de mediador, por medio de esta unión con él en la oración, él nos da una fuerza que nos permite acceder a niveles del espíritu que superan nuestra posibilidad, nuestra percepción, nuestros sentidos y nuestra capacidad humana.



Cada oración que ofrecemos al Padre en el Nombre de Jesucristo es como una corriente espiritual que brota del corazón de Cristo hacia nuestros corazones. Con su energía espiritual, fuerza invisible, intangible, Él penetra y se asienta en lo profundo del alma para elevarnos más allá de nosotros mismos y llevarnos al Padre.



El misterio de la mediación de Cristo por cada una de nuestras oraciones ofrecidas al Padre en su Nombre reside en su intercesión como sumo sacerdote y en su inmolación redentora, que le ha hecho “capaz de salvar perfectamente a los que por medio de Él se acercan a Dios, estando siempre vivo para interceder a nuestro favor” (Hebreos 7, 25).



Cuando Cristo nos exhorta a orar y nos asegura que nuestra oración será escuchada, nos hace responsables y culpables si no oramos y si no perseveramos hasta obtener la respuesta que satisface su voluntad. Así la oración se vuelve, entre las acciones más fuertes, aquella que nos introduce a la comunión inmediata con Cristo, allí donde nuestros pedidos son directamente escuchados por el Padre.



No debemos nunca olvidarnos que el fin último de la oración es el de glorificar a Dios, el de gustar su misericordia, su verdad y la maravillosa fidelidad a sus promesas. Mientras oramos debemos por tanto llegar a sentir que el objetivo final de nuestra oración es la proclamación de su gloria.



En el interior de esta bendita finalidad se encuentra toda la oración de intercesión ofrecida por la Iglesia por las almas cansadas, perdidas y enfermas. Es a esta oración que insistentemente la Iglesia invita a todos sus miembros cuando el diácono, al inicio de cada intercesión, llama a la Iglesia entera a ofrecer oraciones y súplicas por la salvación de todos. Ya que la Iglesia (de la cual nosotros somos parte), debido a la presencia de Cristo, se vuelve “un reino de sacerdotes para Dios” (Ap 1, 6), corresponde a cada uno interceder y orar por los cercanos y los lejanos, con una urgencia obligatoria y no opcional.



Pero la experiencia de la oración no está hecha de alegrías, de fuerzas y de beneficios tangibles. A fin de que el hombre muera bajo la mano de Dios es necesario que pase a través de innumerables etapas de educación y de corrección. Sabemos que Dios hace morir para hacer vivir, derriba para levantar, hiere para curar, golpea para abrazar, exilia para reconducir al propio seno. Es necesario que todos sus elegidos pasen bajo el yugo, que todos sus predilectos gusten la amargura del estado de desamparo y de abandono, que sus hijos prueben su cólera y sus reproches de Padre.



El que por medio de la oración en el Nombre de Cristo ha entrado en una alianza con el Padre debe antes que nada confiar su propia alma a la escuela materna de la corrección, luego a la escuela de los sufrimientos básicos, hasta llegar al instituto de los sufrimientos superiores. Si ha sido necesario que “hiciera perfecto por medio del sufrimiento al jefe que nos conduciría a la salvación…” (Hebreos 2, 10), es para nosotros imposible entrar en comunión con su gloria sin pasar antes por la comunión con sus sufrimientos.



Todos los que han sido hechos perfectos en la escuela del sufrimiento de Dios se han vuelto fuertes en la fe:



“… los cuales por la fe conquistaron reinos, ejercieron la justicia, consiguieron las promesas, cerraron las fauces de los leones, extinguieron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada. Su debilidad se convirtió en vigor: fueron fuertes en la lucha y rechazaron los ataques de los extranjeros. Hubo mujeres que recobraron con vida a sus muertos. Unos se dejaron torturar, renunciando a ser liberados, para obtener una mejor resurrección. Otros sufrieron injurias y golpes, cadenas y cárceles. Fueron apedreados, despedazados, muertos por la espada. Anduvieron errantes, cubiertos con pieles de ovejas y de cabras, desprovistos de todo, oprimidos y maltratados. Ya que el mundo no era digno de ellos, tuvieron que vagar por desiertos y montañas, refugiándose en cuevas y cavernas… pero recibieron por su fe un buen testimonio (Hebreos 11, 33-39)



Del mismo modo, quien quiere ser perfecto en la fe debe antes que nada dejarse conducir a la perfección de la pedagogía del Espíritu a través de los diversos métodos de corrección y enderezamiento, para ser digno de testimoniar la propia fe en Dios, en los dolores, en la prueba y bajo los más terribles peligros hasta la muerte. Sus sufrimientos le valdrán el testimonio divino que lo invita a compartir su gloria: “Venid, benditos de mi Padre, recibid en heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo.” (Mt 25, 34).



La experiencia de la oración sólo trae ventajas únicamente al que por su medio se renueva y crece. De hecho, recae también sobre otros para iluminarlos: “Así resplandezca vuestra luz delante de los hombres”. (Mt 5, 16).



El alcance de la oración es inmenso. Va más allá de quien la hace, ésta enviste a toda la humanidad. Según la profundidad de la experiencia, su luz puede extenderse para iluminar las generaciones y testimoniar a Dios a los cuatros ángulos del mundo.



La falta de testimonios de la cual todos sufrimos y la escasez de predicadores consagrados no pueden ser colmados sino por los hombres de oración, por el testimonio de sus vidas, por la fuerza de su fe y por la certeza de su esperanza. La violencia de la influencia del mal, de la injusticia, del amor al dinero que somete al mundo, puede ser templada y su aguijón eliminado sólo gracias a estos hombres, a estas mujeres, a estos jóvenes que con su vida y oración dan un sentido nuevo al mundo, una esperanza nueva a la vida. Esta se renueva a la luz de sus testimonios que se irradia por su renuncia a todo y por la consagración de su vida entera a Dios y a la Verdad.



¡Hoy, la espera del mundo de un testimonio vivo de fe –que emana de un alma unida a Dios en la verdad- es inmensa, porque un simple testimonio de estos supera, en peso y eficacia humanas, a mil y un libros sobre doctrina, sobre fe y sobre la oración!



Ante el terror y el desconcierto por la amenaza de la destrucción del mundo, no tenemos otra salida hacia la paz, la esperanza y la seguridad si no por la vida de los hombres de oración que, por la fuerza divina que les habita, pueden aún crear en nosotros la inefable visión de un mundo que no puede ser destruido por el mal.



La necesidad de entrar en la oración se hace cada vez más urgente, no tanto con el fin de permitirnos aislarnos del mundo que se pierde y de salvar nuestra vida, sino para asumir el peligro del mundo y rescatarlo. ¡Cuando morimos al mundo y a nosotros mismos el mundo vive y se renueva! Las rodillas dobladas pueden cambiar no solo nuestra alma, sino también el futuro del mundo.



El alma que lleva la propia cruz no llega sola a Cristo, sino que, sin darse cuenta, ella atrae detrás de sí a muchas personas: “Atráeme detrás de ti, corramos” (Ct 1, 4). El alma humana no está nunca sola. Misteriosamente, el ascenso de un alma al reino es una ganancia para el mundo entero. ¡Es más fácil seguir un camino ya trazado! Los hombres de oración son los indicadores confiables que iluminan el camino hasta el final.









Matta el Meskin

L’ esperienza di Dio nella preghiera

Ed. Qiqajon. Comunità di Bose

Págs. 9-16





[1] Antonio, primer asceta de Egipto, dice que “la adquisición de Dios” en el corazón es el fin del hombre que ama a Dios: “Dado que lo divino está en ustedes, los amo con todo el corazón y con todo el espíritu, porque han adquirido a Dios en ustedes mismos… pido constantemente a Dios para ustedes que haga crecer en sus corazones, con su amor, la realidad divina”. (Carta 13, 1) Del mismo modo, Serafín de Sarov, santo ruso del siglo XVIII, enseña que “el fin de la vida cristiana es la adquisición del Espíritu Santo”.