Prólogo
Matta el
Meskin
El mundo de hoy tiene sed del
testimonio de una fe viva en Jesucristo: no tiene tanta sed de escuchar sobre
él, sino más bien de vivirlo. ¡Existen libros y maestros que hablan de Cristo
ciertamente, y cuántos! Pero hombres de oración que viven con Cristo, que hablan
con Cristo, ¿cuántos hay?
La Iglesia no puede vivir
únicamente de artículos de fe para estudiar. La fe en Jesucristo no es una
teoría, sino una fuerza que actúa capaz de cambiar la vida. Todo hombre que vive
en Cristo Jesús debe ser portador de esa fuerza, debe ser capaz de cambiar su
propia vida, de renovarla por el poder de Cristo.
Pero nuestra fe en Cristo
estará sin fuerza hasta que no nos encontremos personalmente con Él, cara a
cara, en lo más profundo de nosotros mismos, en la paciencia, en la
perseverancia y en el coraje que nos permitirán soportar la inmensa humillación
de ver nuestra alma desnuda ante sus ojos de luz y de salir enriquecidos de una
experiencia particular, de una renovación del alma y de un conocimiento
verdadero de la santidad de Cristo y de su
benevolencia.
Cada encuentro con Cristo es
oración renovadora. Cada oración es experiencia de fe. Cada experiencia de fe es
vida eterna.
Esto no significa que la
verdad de la fe y de la teología pueda cambiar y transformarse según la
experiencia interior del hombre. La verdad de la fe es estable porque participa
de la estabilidad de Dios mismo. Nuestra experiencia no hace más que aumentar en
nosotros la claridad de su percepción.
Dios se manifiesta en sus
santos. Es gracias a la experiencia de los santos y de los justos en el curso de
los siglos por los que hemos conocido y conocemos a Dios.
Pero esta es una verdad que no
podemos malinterpretar: aunque la experiencia de los santos ilumine para
nosotros el camino del conocimiento, ellos no pueden comunicarnos la fe viva si
desde el fondo de nuestra vida y de nuestra experiencia no brota un testimonio
personal. Cristo debe ser para ti Aquel que es para cada santo: el que ha muerto
por ti, personalmente.
No nos ha dado solamente el
conocerlo o el creer en él, sino también el vivir para él. Nos ha dado el
Espíritu Santo porque nos instruye y permanece en nosotros, cambia y renueva
nuestro espíritu, toma cada día de Cristo lo que nos
da.
La vida en Cristo es
movimiento, experiencia, renovación, crecimiento ininterrumpido en el Espíritu.
Pero este crecimiento, que se da por la experiencia individual, debe estar en
total armonía con la experiencia colectiva de la Iglesia, en el marco definido
por la fe.
Cristo nos llama a orar a
Dios. Insiste y quiere que oremos sin cansarnos y con gran asiduidad. Este
llamado revela en realidad la fuente que nos dará el don de la gracia de la
transfiguración, de la renovación y del crecimiento. Cristo nos muestra la
necesidad de la oración, porque es por su medio que obtenemos lo que de otro
modo no sabríamos obtener. Ahora bien, lo que no sabríamos obtener si no por
medio de la oración es lo proprium de Dios mismo: “El dará el Espíritu
Santo a los que se lo pidan” (Lc 11, 13) [1]. La oración es de hecho un contacto
espiritual con Dios.
En el proyecto de Dios, el fin
de la oración incesante es la de producir en nosotros, día a día, un
ininterrumpido cambio esencial. Si desea que la oración sea muy asidua, es
porque ella nos transforma más allá de nuestra naturaleza. Es lo que sucede
cuando sentimos haber sido convertidos en algo más grande que nosotros mismos.
Por esto debemos suplicar insistentemente que nuestra oración sea escuchada,
porque es por su medio que obtendremos lo que por el contrario no sabríamos
merecer.
La oración es aquel acto
esencial en el cual Dios mismo, sin que nosotros nos demos cuenta, obra en
nosotros el cambio, la renovación y el crecimiento del alma.
Ni el bienestar, ni la paz
interior, ni la impresión de ser escuchados, ni ningún otro sentimiento pueden
igualar la acción secreta del Espíritu Santo sobre el alma y hacerla digna de la
vida eterna. La oración es la acción espiritual más fuerte que tiene en sí la
propia recompensa inmediata, sin necesidad de una prueba afectiva. La oración no
puede tener un objetivo más importante de sí misma: ella es el fin más
importante del acto más importante.
La oración es apertura a la
energía activa de Dios, fuerza invisible, fuerza intangible. Según la promesa de
Cristo (Jn 6, 37) el hombre no puede retirarse de la presencia de Dios sin
obtener un cambio esencial, una renovación que no aparecerá como una imprevista
explosión, sino más bien como construcción minuciosa y lenta, casi
imperceptible.
El que persevera delante de
Dios y persiste en la confianza en él por medio de la oración, recibirá mucho
más de lo que esperaba y mucho más de cuanto habría merecido. El que vive en la
oración acumula un inmenso tesoro de confianza en Dios. La fuerza y la certeza
de este sentimiento superan el orden de lo visible y de lo tangible, porque el
alma, en todo su propio ser, se impregna profundamente de Dios y el hombre
percibe la presencia de Dios con gran certeza, tanto de sentirse más grande y
más fuerte de cuanto en verdad es. Adquiere entonces la convicción de otra
existencia, superior a su vida temporal, pero sin ignorar su propia debilidad,
ni olvidando sus propios límites.
Este sentimiento de certeza de
la presencia de Dios, de su fuerza, produce en el alma una ampliación del campo
de percepción de la verdad divina, el desarrollo de la capacidad del
discernimiento y de visión. El alma da testimonio entonces al emerger, desde lo
profundo de sí misma, de un mundo nuevo, su nuevo mundo amado, el de Jesús, que
viene de Dios y no de los sentidos o del yo. Este mundo que el hombre aprende ya
a conocer, según el querer del Espíritu y no de la razón, sin la intervención de
la propia voluntad, de su sabiduría o del esfuerzo
humano.
Desde el momento en el cual el
alma comienza a elevarse en el mundo de la “luz verdadera” (Jn 1, 9) que está en
él, comienza a ponerse en armonía con Dios a través de la oración continua hasta
eliminar toda división, toda duda, toda inquietud. Entonces la Verdad dirige sus
movimientos y todos sus sentimientos y el fuego del amor divino funda su
experiencia pasada y presente, suprimiendo la parcialidad y los temores del yo,
los errores del egoísmo y sus sospechas. Así es como en el fondo del alma no
queda otra cosa más que la plenitud de la soberanía del Espíritu y la extrema
felicidad de someterse a su voluntad.
***
Cuando Cristo nos exhorta a
perseverar en la oración en su Nombre ante el Padre y nos revela su
extraordinaria labor de mediador, por medio de esta unión con él en la oración,
él nos da una fuerza que nos permite acceder a niveles del espíritu que superan
nuestra posibilidad, nuestra percepción, nuestros sentidos y nuestra capacidad
humana.
Cada oración que ofrecemos al
Padre en el Nombre de Jesucristo es como una corriente espiritual que brota del
corazón de Cristo hacia nuestros corazones. Con su energía espiritual, fuerza
invisible, intangible, Él penetra y se asienta en lo profundo del alma para
elevarnos más allá de nosotros mismos y llevarnos al Padre.
El misterio de la mediación de
Cristo por cada una de nuestras oraciones ofrecidas al Padre en su Nombre reside
en su intercesión como sumo sacerdote y en su inmolación redentora, que le ha
hecho “capaz de salvar perfectamente a los que por medio de Él se acercan a
Dios, estando siempre vivo para interceder a nuestro favor” (Hebreos 7,
25).
Cuando Cristo nos exhorta a
orar y nos asegura que nuestra oración será escuchada, nos hace responsables y
culpables si no oramos y si no perseveramos hasta obtener la respuesta que
satisface su voluntad. Así la oración se vuelve, entre las acciones más fuertes,
aquella que nos introduce a la comunión inmediata con Cristo, allí donde
nuestros pedidos son directamente escuchados por el Padre.
No debemos nunca olvidarnos
que el fin último de la oración es el de glorificar a Dios, el de gustar su
misericordia, su verdad y la maravillosa fidelidad a sus promesas. Mientras
oramos debemos por tanto llegar a sentir que el objetivo final de nuestra
oración es la proclamación de su gloria.
En el interior de esta bendita
finalidad se encuentra toda la oración de intercesión ofrecida por la Iglesia
por las almas cansadas, perdidas y enfermas. Es a esta oración que
insistentemente la Iglesia invita a todos sus miembros cuando el diácono, al
inicio de cada intercesión, llama a la Iglesia entera a ofrecer oraciones y
súplicas por la salvación de todos. Ya que la Iglesia (de la cual nosotros somos
parte), debido a la presencia de Cristo, se vuelve “un reino de sacerdotes para
Dios” (Ap 1, 6), corresponde a cada uno interceder y orar por los cercanos y los
lejanos, con una urgencia obligatoria y no
opcional.
Pero la experiencia de la
oración no está hecha de alegrías, de fuerzas y de beneficios tangibles. A fin
de que el hombre muera bajo la mano de Dios es necesario que pase a través de
innumerables etapas de educación y de corrección. Sabemos que Dios hace morir
para hacer vivir, derriba para levantar, hiere para curar, golpea para abrazar,
exilia para reconducir al propio seno. Es necesario que todos sus elegidos pasen
bajo el yugo, que todos sus predilectos gusten la amargura del estado de
desamparo y de abandono, que sus hijos prueben su cólera y sus reproches de
Padre.
El que por medio de la oración
en el Nombre de Cristo ha entrado en una alianza con el Padre debe antes que
nada confiar su propia alma a la escuela materna de la corrección, luego a la
escuela de los sufrimientos básicos, hasta llegar al instituto de los
sufrimientos superiores. Si ha sido necesario que “hiciera perfecto por medio
del sufrimiento al jefe que nos conduciría a la salvación…” (Hebreos 2, 10), es
para nosotros imposible entrar en comunión con su gloria sin pasar antes por la
comunión con sus sufrimientos.
Todos los que han sido hechos
perfectos en la escuela del sufrimiento de Dios se han vuelto fuertes en la
fe:
“… los cuales por la fe
conquistaron reinos, ejercieron la justicia, consiguieron las promesas, cerraron
las fauces de los leones, extinguieron la violencia del fuego, escaparon del
filo de la espada. Su debilidad se convirtió en vigor: fueron fuertes en la
lucha y rechazaron los ataques de los extranjeros. Hubo mujeres que recobraron
con vida a sus muertos. Unos se dejaron torturar, renunciando a ser liberados,
para obtener una mejor resurrección. Otros sufrieron injurias y golpes, cadenas
y cárceles. Fueron apedreados, despedazados, muertos por la espada. Anduvieron
errantes, cubiertos con pieles de ovejas y de cabras, desprovistos de todo,
oprimidos y maltratados. Ya que el mundo no era digno de ellos, tuvieron que
vagar por desiertos y montañas, refugiándose en cuevas y cavernas… pero
recibieron por su fe un buen testimonio (Hebreos 11,
33-39)
Del mismo modo, quien quiere
ser perfecto en la fe debe antes que nada dejarse conducir a la perfección de la
pedagogía del Espíritu a través de los diversos métodos de corrección y
enderezamiento, para ser digno de testimoniar la propia fe en Dios, en los
dolores, en la prueba y bajo los más terribles peligros hasta la muerte. Sus
sufrimientos le valdrán el testimonio divino que lo invita a compartir su
gloria: “Venid, benditos de mi Padre, recibid en heredad el reino preparado para
vosotros desde la fundación del mundo.” (Mt 25,
34).
La experiencia de la oración
sólo trae ventajas únicamente al que por su medio se renueva y crece. De hecho,
recae también sobre otros para iluminarlos: “Así resplandezca vuestra luz
delante de los hombres”. (Mt 5, 16).
El alcance de la oración es
inmenso. Va más allá de quien la hace, ésta enviste a toda la humanidad. Según
la profundidad de la experiencia, su luz puede extenderse para iluminar las
generaciones y testimoniar a Dios a los cuatros ángulos del
mundo.
La falta de testimonios de la
cual todos sufrimos y la escasez de predicadores consagrados no pueden ser
colmados sino por los hombres de oración, por el testimonio de sus vidas, por la
fuerza de su fe y por la certeza de su esperanza. La violencia de la influencia
del mal, de la injusticia, del amor al dinero que somete al mundo, puede ser
templada y su aguijón eliminado sólo gracias a estos hombres, a estas mujeres, a
estos jóvenes que con su vida y oración dan un sentido nuevo al mundo, una
esperanza nueva a la vida. Esta se renueva a la luz de sus testimonios que se
irradia por su renuncia a todo y por la consagración de su vida entera a Dios y
a la Verdad.
¡Hoy, la espera del mundo de
un testimonio vivo de fe –que emana de un alma unida a Dios en la verdad- es
inmensa, porque un simple testimonio de estos supera, en peso y eficacia
humanas, a mil y un libros sobre doctrina, sobre fe y sobre la
oración!
Ante el terror y el
desconcierto por la amenaza de la destrucción del mundo, no tenemos otra salida
hacia la paz, la esperanza y la seguridad si no por la vida de los hombres de
oración que, por la fuerza divina que les habita, pueden aún crear en nosotros
la inefable visión de un mundo que no puede ser destruido por el
mal.
La necesidad de entrar en la
oración se hace cada vez más urgente, no tanto con el fin de permitirnos
aislarnos del mundo que se pierde y de salvar nuestra vida, sino para asumir el
peligro del mundo y rescatarlo. ¡Cuando morimos al mundo y a nosotros mismos el
mundo vive y se renueva! Las rodillas dobladas pueden cambiar no solo nuestra
alma, sino también el futuro del mundo.
El alma que lleva la propia
cruz no llega sola a Cristo, sino que, sin darse cuenta, ella atrae detrás de sí
a muchas personas: “Atráeme detrás de ti, corramos” (Ct 1, 4). El alma humana no
está nunca sola. Misteriosamente, el ascenso de un alma al reino es una ganancia
para el mundo entero. ¡Es más fácil seguir un camino ya trazado! Los hombres de
oración son los indicadores confiables que iluminan el camino hasta el
final.
Matta el
Meskin
L’ esperienza di Dio nella
preghiera
Ed. Qiqajon. Comunità di Bose
Págs.
9-16
[1] Antonio,
primer asceta de Egipto, dice que “la adquisición de Dios” en el corazón es el
fin del hombre que ama a Dios: “Dado que lo divino está en ustedes, los amo con
todo el corazón y con todo el espíritu, porque han adquirido a Dios en ustedes
mismos… pido constantemente a Dios para ustedes que haga crecer en sus
corazones, con su amor, la realidad divina”. (Carta 13, 1) Del mismo modo,
Serafín de Sarov, santo ruso del siglo XVIII, enseña que “el fin de la vida
cristiana es la adquisición del Espíritu Santo”.
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