San Pedro de
Alcántara
1499 -
1562
Tratado de la oración
y meditación compuesto por el padre Fray Pedro de Alcántara, fraile menor de la
Orden del Bienaventurado San Francisco, dirigido al muy magnífico y muy devoto
señor Rodrigo de Chaves vecino de Ciudad Rodrigo.
Muy magnífico y muy
devoto señor:
Nunca yo me moviera a
recopilar este breve tratado, ni a consentir que se imprimiese, si no fuese por
las muchas veces que vuestra merced me mandó que escribiese alguna cosa de
oración, breve y compendiosa, y con claridad, cuyo provecho fuese más común;
pues siendo de pequeño volumen y precio, aprovecharía a los pobres, que no
tienen tanta posibilidad para libros más costosos, y escribiéndose con más
claridad, aprovechara a los simples, que no tienen tanto caudal de
entendimiento. Y pareciéndome, que no es de menor mérito obedecer en este caso a
quien pide cosa tan piadosa y santa, que el fruto que se pueda sacar de ella,
quise poner en ejercicio tan santo mandamiento, bien certificado, que para mí no
puede este pequeño trabajo dejar de ser de provecho, si la mucha afición y
voluntad que tengo al servicio de V. M. y de la señora Doña Francisca vuestra
compañera, no menos ligada con vuestra merced con el vínculo de la caridad y
amor en jesucristo nuestro
Bien, que con el del
matrimonio, no me lleva alguna parte del merecimiento. Aunque sí es verdad (como
lo es) que todo el bien que hacen nuestros hermanos, de que nos gozamos los
cristianos, resulta en mérito particular del que se huelga, bien podré yo decir
Quod particeps sum devotionis vestrae, y de todas vuestras buenas obras, pues
como hijos muy queridos en el Señor (que así quiero llamar a vuestras mercedes),
pues me tenéis por Padre, nunca ha faltado la pobreza de mi doctrina e industria
de ayudar a la riqueza de vuestros santos propósitos y altos pensamientos. Y
habiendo leído muchos libros acerca de esta materia, de ellos en breve he sacado
y recopilado lo que mejor y más provechoso me ha parecido. Plegue al Señor que
así aproveche a todos los que le buscan, pues no es para los demás, y que
consiga vuestra merced el interés espiritual de su buen deseo, y yo el de su
buena voluntad; toda a honra y gloria de Jesucristo nuestro Bien, cuyo es todo
lo que es bueno.
PRIMERA
PARTE
DEL FRUTO QUE SE SACA
DE LA ORACIÓN Y MEDITACIÓN
Porque este tratado
breve habla de oración y meditación, será bien decir en pocas palabras el fruto
que de este santo ejercicio se puede sacar, porque con más alegre corazón se
ofrezcan los hombres a él.
Notoria cosa es que
uno de los mayores impedimentos que el hombre tiene para alcanzar su última
felicidad y bienaventuranza, es la mala inclinación de su corazón, y la
dificultad y pesadumbre que tiene para bien obrar; porque a no estar ésta de por
medio, facilísima cosa le sería correr por el camino de las virtudes y alcanzar
el fin para que fue criado. Por lo cual dijo el Apóstol (Rom.7,23): Huélgome con
la ley de Dios, según el hombre interior; pero siento otra ley e inclinación en
mis miembros, que contradice a la ley de mi espíritu. Y me lleva tras sí cautivo
a la ley del pecado. Ésta es, pues, la causa más universal que hay de todo
nuestro mal. Pues para quitar esta pesadumbre y dificultad y facilitar este
negocio, una de las cosas que más aprovechan es la devoción. Porque (como dice
Santo Tomás) no es otra cosa devoción sinos una prontitud y ligereza para bien
obrar, la cual despide de nuestra ánima toda esa dificultad y pesadum y nos hace
prontos y ligeros para todo bien. Porque es una refección espiritual, un
refresco y rocío del cielo, un soplo y aliento del Espíritu Santo y un afecto
sobrenatural; el cual, de tal manera regla, esfuerza y transforma el corazón del
hombre, que le pone nuevo gusto y aliento para las cosas espirituales, y nuevo
disgusto y aborrecimiento de las sensuales. Lo cual nos muestra la experiencia
de cada día, porque al tiempo que una persona espiritual sale de alguna profunda
y devota oración, allí se le renuevan todos los buenos propósitos; allí son los
favores y determinaciones de bien obrar; allí el deseo de agradar y amar a un
Señor tan bueno y dulce como allí se le ha mostrado, y de padecer nuevos
trabajos y asperezas, y aun derramar sangre por Él; y, finalmente, reverdece y
se renueva toda la frescura de nuestra alma.
Y si me preguntas por
qué medios se alcanza ese poderoso y tan notable afecto de devoción, a esto
responde el mismo santo doctor diciendo: que por la meditación y contemplación
de las cosas divinas; porque de la profunda meditación y consideración de ellas
redunda este afecto y sentimiento acá en la voluntad, que llamamos devoción, el
cual nos incita y mueve a todo bien. Y por eso es tan alabado y encomendado este
santo y religioso ejercicio de todos los santos; porque es medio para alcanzar
la devoción, la cual, aunque no es más que una sola virtud, nos habilita y mueve
a todas las otras virtudes, y es como un estímulo general para todas ellas. Y si
quieres ver cómo esto es verdad, mira cuán abiertamente lo dice San Buenaventura
(en De vita Christi) por estas palabras:
Si quieres sufrir con
paciencia las adversidades y miserias de esta vida, seas hombre de oración. Si
quieres alcanzar virtud y fortaleza para vencer las tentaciones del enemigo,
seas hombre de oración. Si quieres mortificar tu propia voluntad con todas sus
aficiones y apetitos, seas hombre de oración. Si quieres conocer las astucias de
Satanás, y defenderte de sus engaños, seas hombres de oración. Si quieres vivir
alegremente y caminar con suavidad por el camino de la penitencia y del trabajo,
seas hombre de oración. Si quieres ojear de tu ánima las moscas importunas de
los vanos pensamientos y cuidados, seas hombre de oración. Si la quieres
sustentar con la grosura de la devoción y traerla siempre llena de buenos
pensamientos y deseos, seas hombre de oración. Si quieres fortalecer y confirmar
tu corazón en el camino de Dios, seas hombre de oración. Finalmente, si quieres
desarraigar de tu ánima todos los vicios y plantar en su lugar las virtudes,
seas hombre de oración; porque en ella se recibe la unción y gracia del Espíritu
Santo, la cual enseña todas las cosas. Y demás de esto, si quieres subir a la
alteza de la contemplación y gozar de los dulces abrazos del Esposo, ejercítate
en la oración, porque éste es el camino por donde sube el ánima a la
contemplación y gusto de las cosas celestiales. Ves, pues, de cuánta virtud y
poder sea la oración? Y para prueba de todo lo dicho (dejado aparte el
testimonio de las Escrituras Divinas), esto basta agora por suficiente probanza
que habemos oído y visto, y vemos cada día muchas personas simples, las cuales
han alcanzado todas estas cosas susodichas y otras mayores mediante el ejercicio
de la oración. Hasta aquí son palabras de San Buenaventura. Pues ¿qué tesoro,
qué tienda se puede hallar más rica, ni más llena que ésta? Oye también lo que
dice a este propósito otro muy religioso y santo Doctor', hablando de esta misma
virtud: En la oración (dice él), se alimpia el ánima de los pecados, apaciéntase
la caridad, certifícase la fe, fortalécese la esperanza, alégrase el espíritu,
derrítense las entrañas, purifícase el corazón, descúbrese la verdad, véncese la
tentación, huye la tristeza, renuévanse los sentidos, repárase la virtud
enflaquecida, despídese la tibieza, consúmese el orín de los vicios, y en ella
no faltan centellas vivas de deseos del cielo, entre los cuales arde la llama
del divino amor. ¡Grandes son las excelencias de la oración! ¡Grandes son sus
privilegios! A ella están abiertos los Cielos. A ella se descubren los secretos,
y a ella están siempre atentos los oídos de Dios. Esto basta ahora para que en
alguna manera se vea el fruto de este santo ejercicio.
DE LA MATERIA DE LA
MEDITACIÓN
Visto de cuánto fruto
sea la oración y meditación, veamos ahora cuáles sean las cosas que debemos
meditar. A lo cual se responde, que por cuanto este santo ejercicio se ordena a
criar en nuestros corazones amor y temor de Dios, y guarda de sus mandamientos,
aquélla será más conveniente materia de este ejercicio que más hiciere a este
propósito. Y aunque sea verdad que todas las cosas criadas y todas las
espirituales sagradas nos muevan a esto; pero, generalmente hablando, los
misterios de nuestra fe, que se contienen en el Símbolo, que es el Credo, son
los más eficaces y provechosos para esto. Porque en él se trata de los
beneficios divinos, del juicio final, de las penas del Infierno y de la gloria
del Paraíso, que son grandísimos estímulos para mover nuestro corazón al amor y
temor de Dios, y en él también se trata la Vida y Pasión de Cristo nuestro
Salvador, en la cual consiste todo nuestro bien. Estas dos cosas señaladamente
se tratan en el Símbolo, y éstas son las que más ordinariamente rumiamos en la
meditación, por lo cual con mucha razón se dice que el Símbolo es la materia
propiísima de este santo ejercicio, aunque también lo será para cada uno lo que
más moviere su corazón al amor y temor de Dios.
Pues, según esto, para
introducir a los nuevos y principiantes en este camino (a los cuales conviene
dar el manjar como digesto y masticado), señalaré aquí brevemente dos maneras de
meditaciones para todos los días de la semana, unas para la noche, y otras para
la mañana, sacadas por la mayor parte de los misterios de nuestra fe, para que
así como damos a nuestro cuerpo dos refecciones cada día, así también las demos
al ánima, cuyo pasto es la meditación y consideración de las cosas divinas. De
estas meditaciones, las unas son de los Misterios de la Sagrada Pasión y
Resurrección de Cristo, y las otras de los otros Misterios que ya dijimos. Y
quien no tuviere tiempo para recogerse dos veces al día, a lo menos podrá una
semana meditar unos Misterios y otra los otros, o quedarse con solos los de la
Pasión y Vida de Jesucristo (que son los más principales), aunque los otros no
conviene que se dejen a principio de la conversión, porque son irás convenientes
para este tiempo, donde principalmente se requiere temor de Dios, dolor y
detestación de los pecados.
Síguense las primeras
siete meditaciones para los días de la semana.
CAPÍTULO II.1. EL
LUNES
Este día podrás
entender en la memoria de los pecados, y en el conocimiento de ti mismo, para
que en lo uno veas cuántos males tienes, y en lo otro cómo ningún bien tienes
que no sea de Dios, que es el medio por donde se alcanza la humildad, madre de
todas las virtudes.
Para esto debes
primero pensar en la muchedumbre de los pecados de la vida pasada, especialmente
en aquellos que hiciste en el tiempo que menos conocías a Dios. Porque si lo
sabes bien mirar, hallarás que se han multiplicado sobre los cabellos de tu
cabeza, y que viviste en aquel tiempo como un gentil, que no sabe qué cosa es
Dios. Discurre, pues, brevemente por todos los diez mandamientos y por los siete
pecados mortales, y verás que ninguno de ellos hay en que no hayas caído muchas
veces, por obra o por palabra o pensamiento.
Lo segundo, discurre
por todos los beneficios divinos, y por los tiempos de la vida pasada, y mira en
qué los has empleado; pues de todos ellos has de dar cuenta a Dios. Pues dime
ahora, ¿en qué gastaste la niñez? ¿En qué la mocedad? ¿En qué la juventud? ¿En
qué, finalmente, todos los días de la vida pasada? ¿En qué ocupaste los sentidos
corporales y las potencias del ánima que Dios te dio para que lo conocieses y
sirvieses? ¿En qué se emplearon tus ojos, sino en ver la vanidad? ¿En qué tus
oídos, sino en oír la mentira, y en qué tu lengua, sino en mil maneras de
juramentos y murmuraciones, y en qué tu gusto, y tu oler, y tu tocar, sino en
regalos y blanduras sensuales?
¿Cómo te aprovechaste
de los Santos Sacramentos, que Dios ordenó para tu remedio? ¿Cómo le diste
gracias por sus beneficios? ¿Cómo respondiste a sus inspiraciones? ¿En qué
empleaste la salud y las fuerzas, y las habilidades de la naturaleza, y los
bienes que dicen de fortuna, y los aparejos y oportunidades para bien vivir?
¿Qué cuidado tuviste de tu prójimo, que Dios te encomendó, y de aquellas obras
de misericordia que te señaló para con él? ¿Pues qué responderás en aquel día de
la cuenta, cuando Dios te diga (Lc.16,2): Dame cuenta de tu mayordomía, y de la
cuenta que te entregué; porque ya no quiero que trates más en ella? ¡Oh árbol
seco y aparejado para los tormentos eternos! ¿Qué responderás en aquel día,
cuanto te pidan cuenta de todo el tiempo de tu vida y de todos los puntos y
momentos de ella?
Lo tercero, piensa en
los pecados que has hecho y haces cada día, después que abriste más los ojos al
conocimiento de Dios, y hallarás que todavía vive en ti Adán con muchas de las
raíces y costumbres antiguas. Mira cuán desacatado eres para con Dios, cuán
ingrato a sus beneficios, cuán rebelde a sus inspiraciones, cuán perezoso para
las cosas de su servicio, las cuales nunca haces ni con aquella presteza y
diligencia, ni con aquella pureza de intención que debías, sino por otros
respetos e intereses del mundo.
Considera cuán duro
eres para con el prójimo, y cuán piadoso para contigo, cuán amigo de tu propia
voluntad, y de tu carne, y de tu honra, y de todos tus intereses. Mira cómo
todavía eres soberbio, ambicioso, airado, súbito, vanaglorioso, envidioso,
malicioso, regalado, mudable, liviano, sensual, amigo de tus recreaciones y
conversaciones y risas y parlerías. Mira cuán inconstante eres en los buenos
propósitos, cuán inconsiderado en tus palabras, cuán desproveído en tus obras, y
cuán cobarde y pusilánime para cualesquier graves negocios.
Lo cuarto, considera
ya por este orden la muchedumbre de tus pecados, considera luego la gravedad de
ellos, para que veas cómo por todas partes es crecida tu miseria. Para lo cual
debes primeramente considerar estas tres circunstancias en los pecados de la
vida pasada, conviene a saber: Contra quién pecaste, por qué pecaste y en qué
manera pecaste. Si miras contra quién pecaste, hallarás que pecaste contra Dios,
cuya bondad y majestad es infinita, y cuyos beneficios y misericordias para con
el hombre sobrepujan las arenas del mar; mas, ¿por qué causa pecaste? Por un
punto de honra, por un deleite de bestias, por un cabello de interés y muchas
veces sin interés; por sola costumbre y desprecio de Dios. Mas ¿en qué manera
pecaste? Con tanta facilidad, con tanto atrevimiento, tan sin escrúpulo, tan sin
temor y a veces con tanta facilidad y contentamiento, como si pecaras contra un
Dios de palo, que ni sabe ni ve lo que pasa en el mundo. ¿Pues ésta era la honra
que se debía a tan alta majestad? ¿Éste es el agradecimiento de tantos
beneficios? ¿Así se paga aquella sangre preciosa que se derramó en la Cruz, y
aquellos azotes y bofetadas que se recibieron por ti? ¡Oh miserable de ti por lo
que perdiste, y mucho más por lo que hiciste, y muy mucho más si con todo esto
no sientes tu perdición! Después de esto, es cosa de grandísimo provecho detener
un poco los ojos de la consideración en pensar tu nada; esto es, cómo de tu
parte no tienes otra cosa más que nada y pecado, y cómo todo lo demás es de
Dios; porque claro está que así los bienes de naturaleza como los de gracia (que
son los mayores), son todos suyos; porque suya es la gracia de la predestinación
(que es la fuente de todas las otras gracias), y suya la de la vocación, y suya
la gracia concomitante, y suya la gracia de la perseverancia, y suya la gracia
de la vida eterna. Pues ¿qué tienes, de qué te puedes gloriar, sino de nada, y
pecado? Reposa, pues, un poco en la consideración de esa nada, y pon esto sólo a
tu cuenta, y todo lo demás a la de Dios, para que clara, y palpablemente veas
quién eres tú y quién es El; cuán pobre tú y cuán rico El, y, por consiguiente,
cuán poco debes confiar en ti y estimar a ti, y cuánto confiar en El, amar a Él
y gloriarte en Él.
Pues consideradas
todas estas cosas arriba dichas, siente de ti lo más bajamente que te sea
posible. Piensa que no eres más que una cañavera, que se muda a todos vientos,
sin peso, sin virtud, sin firmeza, sin estabilidad y sin ninguna manera de ser.
Piensa que eres un Lázaro de cuatro días muerto, y un cuerpo hediondo y
abominable, lleno de gusanos, que todos cuantos pasan se tapan las narices y los
ojos para no verlo. Parézcate que de esta manera hiedes delante de Dios y de sus
ángeles, y tente por indigno de alzar los ojos al cielo, y de que te sustente la
tierra, y de que te sirvan las criaturas, y del mismo pan que comes y del aire
que recibes.
Derríbate con aquella
pública pecadora a los pies del Salvador, y cubierta tu cara de confusión con
aquella vergüenza que padecería una mujer delante de su marido cuando le hubiese
hecho traición, y con mucho dolor y arrepentimiento de tu corazón pídele perdón
de tus yerros, y que por su infinita piedad y misericordia haya por bien
volverte a recibir en su casa.
CAPÍTULO II.2. EL
MARTES
Este día pensarás en
las miserias de la vida humana para que por ella veas cuán vana sea la gloria
del mundo y cuán digna de ser menospreciada, pues se funda sobre tan flaco
cimiento como esta tan miserable vida; y aunque los defectos y miserias de esta
vida sean casi innumerables, tú puedes ahora señaladamente considerar estas
siete.
Primeramente,
considera cuán breve sea esta vida, pues el más largo tiempo de ella es de
setenta u ochenta años, porque todo lo demás, si algo queda, como dice el
Profeta (Ps.89,10), es trabajo y dolor, y si de aquí se saca el tiempo de la
niñez, que más es vida de bestias que de hombres, el que se gasta durmiendo,
cuando no usamos de los sentidos ni de la razón (que nos hace hombres),
hallaremos ser aún más breve de lo que parece. Y si sobre todo esto lo comparas
con la eternidad de la vida venidera, apenas te parecerá un punto. Por donde
verás cuán desvariados son los que por gozar de este soplo de vida tan breve se
ponen a perder el descanso de aquella que para siempre ha de durar. Lo segundo,
considera cuán incierta sea esta vida (que es otra miseria sobre la pasada),
porque no basta ser de suyo tan breve como es, sino que ese poco que hay de vida
no está seguro, sino dudoso. Porque ¿cuántos llegan a esos setenta u ochenta
años que dijimos? ¿A cuántos se corta la tela en comenzándose a tejer? ¿Cuántos
se van en flor, como dicen, o en agraz? No sabéis, dice el Salvador (Mc.13,35)
cuándo vendrá vuestro Señor, si a la mañana, si al medio día, si a la media
noche, si al canto del gallo.
Aprovecharte ha, para
mejor sentir esto, acordarte de la muerte de muchas personas que habrás conocido
-en este mundo, especialmente de tus amigos y familiares, y de algunas personas
ilustres y señaladas, a las cuales salteó la muerte en diversas edades, y dejó
burlados todos sus propósitos y esperanzas.
Lo tercero, piensa
cuán frágil y quebradiza sea esta vida, y hallarás que no hay vaso de vidrio tan
delicado como ella es, pues un aire, un sol, un jarro de agua fría, un vaho de
un enfermo, basta para despojarnos de ella, como parece por las experiencias
cotidianas de muchas personas, a las cuales en lo más florido de su edad basta
para derribar cualquier ocasión de las sobredichas.
Lo cuarto, considera
cuán mudable es y cómo nunca permanece en un mismo ser. Para lo cual debes
considerar cuánta sea la mudanza de nuestros cuerpos, los cuales nunca
permanecen en una misma salud y disposición, y cuánto mayor la de los ánimos,
que siempre andan como la mar alterados con diversos vientos y olas de pasiones
y apetitos y cuidados que a cada hora nos perturban y, finalmente, cuántas sean
las mudanzas que dicen de la fortuna, que nunca consiente mucho permanecer, ni
en un mismo estado, ni en una misma prosperidad y alegría las cosas de la vida
humana, sino siempre rueda de un lugar a otro. Y, sobre todo esto, considera
cuán continuo sea el movimiento de nuestra vida, pues día y noche nunca para,
sino siempre va perdiendo de su derecho. Según esto, ¿qué es nuestra vida sino
una candela, que siempre se está gastando, y mientras más arde y resplandece,
más se gasta? (Iob.14,2): ¿ Qué es nuestra vida, sino una flor que abre a la
mañana y al medio día se marchita, y a la tarde se seca?
Pues por razón de esta
continua mudanza, dice Dios por Isaías (Is.40,6): Toda carne es heno, y toda la
gloria de ella es como la flor del campo. Sobre las cuales palabras dice San
Jerónimo: Verdaderamente, quien considerare la fragilidad de nuestra carne, y
cómo en todos los puntos y momentos de tiempo crecemos y decrecemos, sin jamás
permanecer en un mismo estado, y cómo esto que ahora estamos hablando, trazando
y escudriñando, se está quitando de nuestra vida, no dudará llamar a nuestra
carne heno, y toda su gloria como la flor del campo. El que ahora es niño de
teta, súbitamente se hace muchacho, y el muchacho, mozo, y el mozo muy pronto
llega a la vejez, y primero se halla viejo que se maraville de ver cómo ya no es
mozo. Y la mujer hermosa, que llevaba tras sí las manadas de los mozuelos locos,
muy presto descubre la frente arada con arrugas, y la que antes era amable, de
ahí a poco viene a ser aborrecible.
Lo quinto, considera
cuán engañosa sea (que por ventura es lo' peor que tiene, pues a tantos engaña,
y tantos y tan ciegos amadores lleva tras sí), pues siendo fea nos parece
hermosa, siendo amarga nos parece dulce, siendo breve, a cada uno la suya, le
parece larga, y siendo tan miserable, parece tan amable, que no hay peligro ni
trabajo a que no se pongan los hombres por ella, aunque sea con detrimento de la
vida perdurable, haciendo cosas por donde vengan a perder la vida perdurable.
Lo sexto, considera
cómo además de ser tan breve, etc. (según está dicho), eso poco que hay de vida
está sujeto a tantas miserias, así del ánima como del cuerpo, que todo ello no
es otra cosa sino un valle de lágrimas y un piélago de infinitas miserias.
Escribe San Jerónimo que Jerjes, aquel poderosísimo rey que derribaba los montes
y allanaba los mares, como se subiese a un monte alto a ver desde allí un
ejército que tenía juntado de infinitas gentes, después que lo hubo bien mirado,
dice que se paró a llorar. Y preguntado por qué lloraba, respondió: Lloro porque
de aquí a cien años no estará vivo ninguno de cuantos allí veo presentes. ¡Oh si
pudiésemos (dice San Jerónimo) subirnos a alguna atalaya, que dende allá
pudiésemos ver toda la tierra debajo de nuestros pies! Dende ahí verías las
caídas y miserias de todo el mundo, y gentes destruidas por gentes, y reinos por
reinos. Verías cómo a unos atormentan, a otros matan; unos se ahogan en la mar,
otros son llevados cautivos. Aquí verás bodas, allí llanto; aquí matar unos,
allí morir otros; unos abundar en riquezas, otros mendigar. Y finalmente verías
no solamente el ejército de jerjes, sino a todos los hombres del mundo que ahora
son, los cuales de aquí a pocos días acabarán. Discurre por todas las
enfermedades y trabajos de los cuerpos humanos y por todas las aflicciones y
cuidados de los espíritus, y por los peligros que hay, así en todos los estados
como en todas las edades de los hombres, y verás aún más claro cuántas sean las
miserias de esta vida, pues que viendo tan claramente cuán poco es todo lo que
el mundo puede dar, más fácilmente menosprecies tanto lo que hay en él.
A todas estas miserias
sucede la última, que es morir, la cual, así para lo del cuerpo como para lo del
ánima, es la última de todas las cosas terribles; pues el cuerpo será en un
punto despojado de todas las cosas, y del ánima se ha de determinar entonces lo
que para siempre ha de ser.
Todo esto te dará a
entender cuán breve y miserable sea la gloria del mundo (pues tal es la vida de
los mundanos sobre que se funda) y, por consiguiente, cuán digna sea ella de ser
hollada y menospreciada.
CAPÍTULO II.3. EL
MIÉRCOLES
Este día pensarás en
el paso de la muerte, que es una de las más provechosas consideraciones que hay,
así para alcanzar la verdadera sabiduría como para huir del pecado, como también
para comenzar con tiempo a aparejarse para la hora de la cuenta.
Piensa, pues,
primeramente, cuán incierta es aquella hora en que te ha de saltear la muerte,
porque no sabes en qué día, ni en qué lugar, ni en qué estado te tomará.
Solamente sabes que has de morir, todo lo demás está incierto; sino que
ordinariamente suele sobrevenir esta hora al tiempo que el hombre está más
descuidado y olvidado de ella.
Lo segundo piensa en
el apartamiento que allí habrá, no sólo entre todas las cosas que se aman en
esta vida, sino también entre el ánima y el cuerpo, compañía tan antigua y tan
amada. Si se tiene por grande mal el destierro de la patria y de los aires en
que el hombre se crió, pudiendo el desterrado llevar consigo todo lo que ama,
¿cuánto mayor será el destierro universal de todas las cosas de la casa, y de la
hacienda, y de los hijos, y de esta luz y aire común, y, finalmente, de todas
las cosas? Si un buey da bramidos cuando lo apartan de otro buey con quien
araba, qué bramido será el de tu corazón cuando te aparten de todos aquellos con
cuya compañía trajiste a cuestas el yugo de las cargas de esta vida?
Considera también la
pena que el hombre allí recibe cuando se le representa en lo que han de parar el
cuerpo y el ánima después de la muerte, porque del cuerpo ya sabe que no le
puede caber otra suerte mejor que un hoyo de siete pies de largo en compañía de
los otros muertos; mas del ánima no sabe cierto lo que será, ni qué suerte le ha
de caber. Ésta es una de las mayores congojas que allí se padecen: saber que hay
gloria y pena para siempre, y estar tan cerca de lo uno y de lo otro, y no saber
cuál de estas dos suertes tan desiguales nos ha de caber.
Tras ésta congoja se
sigue otra no menor, que es la cuenta que allí se tiene de dar, la cual es tal
que hace temblar aún a los más esforzados. De Arsenio se escribe que estando ya
para morir empezó a temer. Y como sus discípulos le dijesen: Padre, y tú ahora
temes. Respondió: Hijos, no es nuevo en mí este temor, porque siempre viví con
él. Allí, pues, se le representan al hombre todos los pecados de la vida pasada
como un escuadrón de enemigos que vienen a dar sobre él, y los más grandes y en
qué mayor deleite recibió, ésos se representan más vivamente y son causa de
mayor temor. ¡Oh, cuán amarga es allí la memoria del deleite pasado, que en otro
tiempo parecía más dulce! Por cierto, con mucha razón, dijo el Sabio
(Prov.23,31-32): No mires al vino cuando está rubio y cuando resplandece en el
vidrio su color, porque aunque el tiempo del beber parece blando, mas a la
postre muerde como culebra y derrama su- ponzoña como basilisco. Éstas son las
heces de aquel brebaje ponzoñoso del enemigo; éste es el dejo que tiene aquel
cáliz de Babilonia por de fuera dorado. Pues entonces el hombre miserable,
viéndose cercado de tantos acusadores, comienza a temer la tela de este juicio y
a decir entre sí: Miserable de mí, que tan engañado he venido y por tales
caminos he andado, ¿qué será de mi obra en este juicio? Si San Pablo dice
(Gal.6,8) que lo que el hombre hubiere sembrado, eso cogerá, yo que ninguna otra
cosa he sembrado, sino obras de carne, ¿qué espero coger de aquí sino
corrupción?
Si San Juan dices
(Apoc.21,27) que en aquella soberana ciudad, que es todo oro limpio, no ha de
entrar cosa sucia, ¿qué espera quien tan sucia y tan torpemente ha vivido?
Después de esto
suceden los sacramentos de la Confesión y Comunión y de la Extremaunción, que es
el último socorro con que la Iglesia nos puede ayudar en aquel trabajo, y así en
éste como en los otros debes considerar las ansias y congojas que allí el hombre
padecerá por haber vivido mal, y cuánto quisiera haber llevado otro camino, y
qué vida haría entonces si le diesen tiempo para eso, y cómo allí se esforzará a
llamar a Dios, y los dolores y la prisa de la enfermedad apenas le darán lugar.
Mira también aquellos
postreros accidentes de la enfermedad, que son como mensajeros de la muerte,
cuán espantosos son y cuán para temer. Levántase el pecho, enronquécese la voz,
muérense los pies, hiélanse las rodillas, afílanse las narices, húndense los
ojos, párase el rostro difunto, y luego la lengua no acierta a hacer su oficio;
finalmente, con la gran prisa del ánima que se parte, turbados todos los
sentidos pierden su valor y su virtud. Mas, sobre todo, el ánima es la que allí
padece los mayores. trabajos, porque allí está batallando y agonizado, parte por
la salida y parte por el temor de la cuenta que se le apareja; porque ella,
naturalmente, rehúsa la salida y ama la estada y teme la cuenta.
Salida ya el ánima de
la carne, aún te quedan dos caminos por andar, el uno acompañando el cuerpo
hasta la sepultura, y el otro siguiendo el ánima hasta la determinación de su
causa, considerando lo que a cada una de estas partes acaecerá. Mira, pues, cuál
queda el cuerpo después que su ánima la desampara, y cuál esa noble vestidura
que le aparejan para enterrarlo, y cuán presto procuran echarlo de casa.
Considera su enterramiento con todo lo que él pasará, el doblar de las campanas,
el preguntar todos por el muerto, los oficios y cantos dolorosos de la Iglesia,
el acompañamiento y sentimiento che los amigos, y, finalmente, todas las
particularidades que allí suelen acaecer hasta dejar el cuerpo en la sepultura,
donde quedará sepultado en aquella tierra de perpetuo olvido.
Dejado el cuerpo en la
sepultura, vete luego en pos del ánima y mira el camino que llevará por aquella
nueva región, y en lo que, finalmente, parará, y cómo será juzgada. Imagina que
estás ya presente en este juicio, y que toda la corte del cielo está aguardando
el fin de esta sentencia, donde se hará el cargo y el descargo de todo lo
recibido hasta el cabo de la agujeta. Allí se pedirá cuenta de la vida, de la
hacienda, de la familia, de las inspiraciones de Dios, de los aparejos que
tuvimos para bien vivir, y sobre todo de la sangre de Cristo, y allí será cada
uno juzgado según la cuenta que diere de lo recibido.
CAPÍTULO II.4. EL
JUEVES
Este día pensarás en
el juicio final, para que con esta consideración se despierten en tu ánima
aquellos dos tan principales afectos que debe tener todo fin cristiano, conviene
a saber: temor de Dios y aborrecimiento del pecado.
Piensa, pues,
primeramente, cuán terrible será aquel día en el cual se averiguarán las causas
de todos los hijos de Adán, y se concluirán, los procesos de nuestras vidas, y
se dará sentencia definitiva de lo que para siempre ha de ser. Aquel día
abrazará en sí los días de todos los siglos presentes, pasados y los venideros,
porque en él dará el mundo cuenta de todos estos tiempos y en él derramará la
ira y saña que tiene recogida en todos los siglos. Pues que tan arrebatado
saldrá entonces aquel tan caudaloso río de la indignación divina, teniendo
tantas acogidas de ira y saña, cuantos pecados se han hecho dende el principio
del mundo.
Lo segundo, considera
las señales espantosas que precederán a este día, porque, como dice el Salvador
(Lc.21,11-55), antes que venga este día habrá señales en el sol y en la luna y
en las estrellas, y, finalmente, en todas las criaturas del cielo y de la
tierra. Porque todas ellas sentirán su fin antes que fenezcan, y se estremecerán
y comenzarán a caer primero que caigan. Mas los hombres, dice, andarán secos y
ahilados de muerte, oyendo los bramidos espantosos de la mar, y viendo las
grandes olas y tormentas que levantará, barruntando por aquello las grandes
calamidades y miserias que amenazan al mundo con tan temerosas señales. Y así
andarán atónitos y espantados, las caras amarillas y desfiguradas, antes de la
muerte muertos y antes del juicio sentenciados, midiendo los peligros con' sus
propios temores, y tan ocupados cada uno con el suyo, que no se acordará del
ajeno, aunque sea padre o hijo. Nadie habrá para nadie, porque nadie bastará
para sí solo.
Lo tercero, considera
aquel diluvio universal de fuego que vendrá delante del juez, y aquel sonido
temeroso de la trompeta que tocará el Arcángel para convocar todas las
generaciones del mundo a que se junten en su lugar y se hallen presentes en
juicio; y, sobre todo, la majestad espantable con que ha de venir el juez.
Después de esto
considera cuán estrecha será la cuenta que allí a cada uno se pedirá.
Verdaderamente, dice Job (Job.3,3) no podrá ser el hombre justificado si se
compara con Dios. Y si se quiere poner con Él en juicio, de mil cargos que le
haga no le podrá responder a solo uno. Pues ¿qué sentirá entonces cada uno de
los malos, cuando entre Dios con él en este examen, y allá dentro de su
conciencia diga así?: Ven acá, hombre malo, ¿qué viste en mí, porque así me
despreciaste y te pasaste al bando de mi enemigo? Yo te crié a mi imagen y
semejanza. Yo te di la lumbre de la fe, y te hice cristiano, y te redimí con mi
propia sangre. Por ti ayuné, caminé, velé, trabajé y sudé gotas de sangre. Por
ti sufrí persecuciones, azotes, blasfemias, escarnios, bofetadas, deshonras,
tormentos y cruz. Testigos son esta cruz y clavos que aquí parecen; testigos
estas llagas de pies y manos, que en mi cuerpo quedaron; testigos el cielo y la
tierra, delante de quien padecí. ¿Pues qué hiciste de esa ánima tuya, que yo con
mi sangre hice mía; en cuyo servicio empleaste lo que yo compré tan caramente?
¡Oh, generación loca, adúltera! ¿por qué quisiste más servir a ese enemigo tuyo
con trabajo, que a mí, tu Redentor y Criador, con alegría? Llaméos tantas veces,
y no me respondisteis; toqué a vuestras puertas, y no despertasteis; extendí mis
manos en la cruz, y no lo mirasteis; menospreciasteis mis consejos y todas mis
promesas y amenazas; pues decid ahora vosotros, ángeles; juzgad vosotros,
jueces, entre mí, y mi viña, ¿qué más debí yo hacer por ella de lo que hice?
(Is.5) ¿Pues qué responderán aquí los malos, los burladores de las cosas
divinas, los mofadores de la virtud, los menospreciadores de la simplicidad, los
que tuvieron más cuenta con las leyes del mundo que con la de Dios, los que a
todas sus voces estuvieron sordos, a todas sus inspiraciones insensibles, a
todos sus mandamientos rebeldes y a todos sus azotes y beneficios, ingratos y
duros? ¿Qué responderán los que vivieron como si creyeran que no había Dios, y
los que con ninguna ley tuvieron cuenta, sino con sólo su interés? Qué haréis
los tales, dice Isaías (Is.10,3) en el día de la visitación y calamidad que os
vendrá de lejos? ¿A quién pediréis socorro, y qué os aprovechará la abundancia
de vuestras riquezas?
Lo quinto, considera,
después de todo esto, la terrible sentencia que el juez fulminará contra los
malos, y aquella temerosa palabra que hará reteñir las orejas de quien le oyere:
Sus labios, dice Isaías (Is.30,27) están llenos de indignación, y su lengua es
como fuego que traga. ¿Qué fuego abrasará tanto como aquellas palabras
(Mt.25,45): Apartaos de mí, malditos, al fuego perdurable que está aparejado
para Satanás y para sus ángeles? En cada una de las cuales palabras tienes mucho
que sentir y que pensar, en el apartamiento, en la maldición, en el fuego, en la
compañía y, sobre todo, en la eternidad.
CAPÍTULO II.5. EL
VIERNES
Este día meditarás en
las penas del infierno, para que con esta meditación también se confirme más tu
ánima en el temor de Dios y aborrecimiento del pecado.
Estas penas, dice San
Buenaventura, se deben imaginar debajo de algunas figuras y semejanzas
corporales que los santos nos enseñaron. Por lo cual será cosa conveniente
imaginar el lugar del infierno (según él mismo dice) como un lago obscuro y
tenebroso, puesto debajo de la tierra, o como un pozo profundísimo lleno de
fuego, o como una ciudad espantable y tenebrosa, que toda arde en vivas llamas,
en la cual no suena otra cosa sino voces y gemidos de atormentadores y
atormentados, con perpetuo llanto y crujir de dientes.
Pues en este
malaventurado lugar se padecen dos penas principales: la una que llaman de
sentido y la otra de daño. Y cuanto a la primera, piensa cómo no habrá allí
sentido alguno dentro ni fuera de ánima que no esté penando con su propio
tormento, porque así como los malos ofendieron a Dios con todos sus miembros y
sentidos y de todos hicieron armas para servir al pecado, así ordenará el que
cada uno de ellos pene con su propio tormento y pague su merecido. Allí los ojos
adúlteros y deshonestos padecerán con la visión horrible de los demonios. Allí
las orejas que se dieron a oír mentiras y palabras torpes, oirán perpetuas
blasfemias y gemidos. Allí las narices amadoras de perfumes y olores sensuales,
serán . llenas de intolerable hedor. Allí el gusto que se regalaba con diversos
manjares y golosinas, será atormentado con rabiosa hambre y sed. Allí la lengua
murmuradora y blasfema será amargada con hiel de dragones. Allí el tacto amador
de regalos y blanduras, andará nadando en aquellas heladas, dice Job, del río
Cocyto (Job.21,33), y entre los ardores y llamas del fuego. Allí la imaginación
padecerá con la aprensión de los dolores presentes; la memoria, con la
recordación de los placeres pasados; el entendimiento, con la representación de
los males venideros, y la voluntad, con grandísimas iras y rabias que los malos
tendrán contra Dios. Finalmente, allí se hallarán en uno todos los males y
tormentos que se pueden pensar, porque, como dice San Gregorio, allí habrá frío
que no se pueda sufrir, fuego que no se pueda apagar, gusano inmortal, hedor
intolerable, tinieblas palpables, azotes de atormentadores, visión de demonios,
confusión de pecados y desesperación de todos los bienes. Pues dime ahora: si el
menor de todos estos males que hay acá se padeciese por muy pequeño espacio de
tiempo, sería tan recio de llevar, ¿qué será padecer allí en un mismo tiempo
toda esta muche dumbre de males en todos los miembros y sentidos interiores y
exteriores, y esto no por espacio de una noche sola, ni de mil, sino de una
eternidad infinita? ¿Qué sentidos? ¿Qué palabras? ¿Qué juicio hay en el mundo
que pueda sentir ni encarecer esto como es?
Pues no es ésta la
mayor de las penas que allí se pasan: otra hay sin comparación mayor, que es la
que llaman los teólogos pena de daño, la cual es haber de carecer para siempre
de la vista de Dios y de su gloriosa compañía, porque tanto es mayor una pena,
cuanto priva al hombre de mayor bien, y pues Dios es el mayor bien de los
bienes, así carecer de él será el mayor mal de los males, cual de verdad es
éste.
Éstas son las penas
que generalmente competen a todos los condenados. Mas allende estas penas
generales, hay otras particulares que allí padecerá cada uno conforme a la
calidad de su delito. Porque una será allí la pena del soberbio, y otra la del
envidioso, y otra la del avariento, y otra la del lujurioso, y así los demás.
Allí se tasará el dolor conforme al deleite recibido, y la confusión conforme a
la presunción y soberbia, y la desnudez conforme a la demasía y abundancia, y el
hambre y sed conforme al regalo y la hartura pasada.
A todas estas penas
sucede la eternidad del padecer, que es como el sello y la llave de todas ellas,
porque todo esto aún sería tolerable si fuese finito, porque ninguna cosa es
grande si tiene fin. Mas pena que no tiene fin, ni alivio, ni declinación, ni
disminución, ni hay esperanza que se acabará jamás, ni la pena, ni el que la da,
ni el que la padece, sino que es como un destierro preciso y como un sambenito
irremisible, que nunca jamás se quita; esto es cosa para sacar de juicio a quien
atentamente lo considera.
Ésta es, pues, la
mayor de las penas que en aquel malaventurado lugar se padecen; porque si estas
penas hubieran de durar por algún tiempo limitado, aunque fuera mil años, o cien
mil años, o, como dice un Doctor, si esperasen que se habían de acabar en
agotándose toda el agua del mar Océano, sacando cada mil años una sola gota del
mar, aun esto les sería algún linaje de consuelo. Mas esto no es así, sino que
sus penas compiten con la eternidad de Dios, y la duración de su miseria con la
duración de su divina gloria; en cuanto Dios viviere, ellos morirán, y cuando
Dios dejare de ser el que es, dejarán de ser ellos lo que son; pues en esta
duración, en esta eternidad querría yo, hermano mío, que hincases los ojos de la
consideración, y que (como animal limpio) rumiases ahora este paso dentro de ti,
pues clama en su Evangelio aquella eterna verdad, diciendo: El cielo y la tierra
faltarán; mas mis palabras no faltarán (Mt.24,24-25).
CAPÍTULO II.6. EL
SÁBADO
Este día pensarás en
la gloria de los bienaventurados, para que por aquí se mueva tu corazón al
menosprecio del mundo y deseo de la compañía de ellos. Pues para entender algo
de este bien puedes considerar estas cinco cosas, entre otras que hay en él,
conviene a saber: la excelencia del lugar, el gozo de la compañía, la visión de
Dios, la gloria de los cuerpos y, finalmente, el cumplimiento de todos los
bienes que allí hay.
Primeramente,
considera la excelencia del lugar, y señaladamente la grandeza del que es
admirable, porque cuando el hombre lee en algunos graves autores que cualquiera
de las estrellas del cielo es mayor que toda la tierra, y aunque hay algunas de
ellas de tan notable grandeza, que son noventa veces mayores que toda ella; y
con esto alza los ojos al cielo, y ve en él tanta muchedumbre de estrellas y
tantos espacios vacíos, donde podrían caber otras tantas muchas más, cómo no se
espanta? ¿Cómo no queda atónito y fuera de sí considerando la inmensidad de
aquel lugar, y mucho más la de aquel soberano Señor que lo creó?
Pues la hermosura de
él no se puede explicar con palabras, porque si en este valle de lágrimas y
lugar de destierro creó Dios cosas tan admirables y de tanta hermosura, ¿qué
habrá creado en aquel lugar que es aposento de su gloria, trono de su grandeza,
palacio de Su Majestad, casa de sus escogidos y paraíso de todos los deleites?
Después de la
excelencia del lugar considera la nobleza de los moradores de él, cuyo número,
cuya santidad, cuyas riquezas y hermosura excede todo lo que se puede pensar.
San Juan dice (Apc.5,7) que es tan grande la muchedumbre de los escogidos, que
nadie basta para poder contarlos. San Dionisio dice que es tan grande el número
de los ángeles, que excede sin comparación al de todas cuantas cosas materiales
hay en la tierra. Santo Tomás, conformándose con este parecer, dice: Que así
como la grandeza de los cielos excede a la tierra sin proporción, así la
muchedumbre de aquellos espíritus gloriosos excede a la de todas las cosas
materiales que hay en este mundo con esta misma ventaja. Pues ¿qué cosa puede
ser más admirable? Por cierto, cosa es ésta que, si bien se considerase, bastaba
para dejar atónitos a todos los hombres. Y si cada uno de aquellos
bienaventurados espíritus (aunque sea el menor de ellos) es más hermoso de ver
que todo este mundo visible, ¿qué será ver tanto número de espíritus tan
hermosos y ver las perfecciones y oficios de cada uno de ellos? Allí discurren
los ángeles, ministran los arcángeles, triunfan los principados y alégranse las
potestades, enseñorean las dominaciones, resplandecen las virtudes, relampaguean
los tronos, lucen los querubines y arden los serafines, y todos cantan alabanzas
a Dios. Pues si la compañía y comunicación de los buenos es tan dulce y
amigable, ¿qué será tratar allí con tantos buenos, hablar con los apóstoles,
conversar con los profetas, comunicar con los mártires y con todos los
escogidos?
Y si tan grande gloria
es gozar de la compañía de los buenos, ¿qué será gozar de la compañía y
presencia de Aquel a quien alaban las estrellas de la mañana, de cuya hermosura
el sol y la luna se maravillan, ante cuyo merecimiento se arrodillan los ángeles
y todos aquellos espíritus soberanos? ¿Qué será ver aquel bien universal en
quien están todos los bienes, y aquel mundo mayor en quien están todos los
mundos, y Aquel que siendo Uno es todas las cosas, y siendo simplicísimo, abraza
las perfecciones de todas? Si tan grande cosa fue oír y ver al rey Salomón, que
decía la reina de Saba: Bienaventurados los que asisten delante de ti y gozan de
tu sabiduría, ¿qué será ver aquel sumo Salomón, aquella eterna sabiduría,
aquella infinita grandeza, aquella inestimable hermosura, aquella inmensa
bondad, y gozar de ella para siempre? Ésta es la gloria esencial de los santos,
éste el último fin y puerto de todos nuestros deseos.
Considera, después de
esto, la gloria de los cuerpos, los cuales gozarán de aquellos cuatro singulares
dotes, que son sutileza, ligereza, impasibilidad y claridad, la cual será tan
grande, que cada uno de ellos resplandecerá como el sol en el reino de su Padre.
Pues si no más de un sol, que está en medio del cielo, basta para dar luz y
alegría a todo este mundo, ¿qué harán tantos soles y lámparas como allí
resplandecerán? Pues ¿qué diré de todos los otros bienes que allí hay? Allí
habrá salud sin enfermedad, libertad sin servidumbre, hermosura sin fealdad,
inmortalidad sin corrupción, abun sin necesidad, sosiego sin turbación,
seguridad sin temor, conocimiento sin error, hartura sin hastío, alegría sin
tristeza y honra sin contradicción. Allí será -dice San Agustín- verdadera la
gloria, donde ninguno será alabado por error ni por lisonja. Allí será verdadera
la honra, la cual ni se negará al digno, ni se concederá al indigno. Allí será
verdadera la paz, donde ni de sí ni de otro será el hombre molestado. El premio
de la virtud será el mismo que dio la virtud y se prometió por galardón de ella,
el cual se verá sin fin, y se amará sin hastío, y se alabará sin cansancio. Allí
el lugar es ancho, hermoso, resplandeciente y seguro, la compañía muy buena y
agradable, el tiempo de una manera: no hay distinto en tarde y mañana, sino
continuado con una simple eternidad. Allí habrá perpetuo verano, que con el
frescor y aire del Espíritu Santo siempre florece. Allí todos se alegran, todos
cantan y alaban a Aquel sumo dador de todo, por cuya largueza viven y reinan
para siempre. ¡Oh Ciudad Celestial, morada segura, tierra donde se halla todo lo
que deleita! ¡Pueblo sin murmuración, vecinos quietos y hombres sin ninguna
necesidad! ¡Oh si se acabase ya esta contienda! ¡Oh sise concluyesen los días de
mi destierro!, ¿cuándo llegará ese día? Cuándo vendré y pareceré ante la cara de
mi Dios?
CAPÍTULO II.7. EL
DOMINGO
Este día pensarás en
los beneficios divinos, para dar gracias al Señor por ellos y encenderte más en
el amor de quien tanto bien te hizo. Y aunque estos beneficios sean
innumerables, más puedes tú, a lo menos, considerar estos cinco más principales,
conviene a saber: de la Creación, Conservación, Redención, Vocación, con los
otros beneficios particulares y ocultos.
Y
primeramente, cuando al beneficio de la creación, considera con mucha atención
lo que eras antes que fueses criado, y lo que Dios hizo contigo, y te dio, ante
todo merecimiento, conviene a saber: ese cuerpo con todos sus miembros y
sentidos, y esa tan excelente ánima, con aquellas tres tan notables potencias,
que son entendimiento, memoria y voluntad. Y mira bien que darte esta tal ánima
fue darte todas las cosas, pues ninguna perfección hay en alguna criatura que el
hombre no la tenga en su manera, por donde parece que darnos esta pieza sola fue
darnos de una vez todas las cosas juntas.
Cuando al beneficio de
la conservación, mira cuán colgado está todo tu ser de la Providencia divina;
cómo no vivirías un punto, ni darías un paso, si no fuese por Él; cómo todas las
cosas del mundo crió para tu servicio: la mar, la tierra, las aves, los peces,
los animales, las plantas, hasta los mismos ángeles del cielo. Considera con
esto la salud que te da, las fuerzas, la vida, el mantenimiento, con todos los
otros socorros temporales. Y, sobre todo esto, pondera mucho las miserias y
desastres en que cada día ves caer los otros hombres, en los cuales pudieras tú
también haber caído si Dios, por su piedad, no te hubiera preservado.
Cuanto al beneficio de
la redención, puedes considerar dos cosas: la primera, cuántos y cuán grandes
hayan sido los bienes que nos dio mediante el beneficio de la redención; y la
segunda, cuántos y cuán grandes hayan sido los males que padeció en su cuerpo y
ánima santísima, para ganarnos estos bienes; y para sentir más lo que debes a
este Señor por lo que por ti padeció, puedes considerar estas cuatro principales
circunstancias en el misterio de su Sagrada Pasión, conviene a saber: quién
padece, qué es lo que padece, por quién padece y por qué causa lo padece. ¿Quién
padece? Dios.
¿Qué padece? Los
mayores tormentos y deshonras que jamás se padecieron. ¿Por quién padece? Por
criaturas infernales y abominables, y semejantes a los mismos demonios en sus
obras. ¿Por qué causa padece? No por su provecho ni por nuestro merecimiento,
sino por las entrañas de su infinita caridad y misericordia.
Cuanto al beneficio de
la vocación, considera primeramente cuán grande merced de Dios fue hacerte
cristiano, y llamarte a la fe por medio del bautismo y hacerte también
participante de los otros sacramentos. Y si después de este llamamiento, perdida
ya la inocencia, te sacó de pecado, y volvió a su gracia, y te puso en estado de
salud, ¿cómo te podrás alabar por este beneficio? ¡Qué tan grande misericordia
fue aguardarte tanto tiempo y sufrirte tantos pecados, y enviarte tantas
inspiraciones, y no cortarte el hilo de la vida como se cortó a otros en ese
mismo estado; y, finalmente, llamarte con tan poderosa gracia que resucitases de
muerte a vida y abrieses los ojos a la luz! ¡Qué misericordia fue, después de ya
convertido, darte gracia para no volver al pecado, y vencer al enemigo y
perseverar en lo bueno! Éstos son los beneficios públicos y conocidos: otros hay
secretos, que no los conoce sino el que los ha recibido, y aun otros hay tan
secretos, que el mismo que los recibió no los conoce, sino sólo aquel que los
hizo. ¡Cuántas veces habrás en este mundo merecido por tu soberbia, o
negligencia, o desagradecimiento, que Dios te desamparase, como habrá
desamparado a otros muchos por alguna de estas causas, y no lo ha hecho!
¡Cuántos males, y ocasiones de males, habrá prevenido el Señor con su
providencia deshaciendo las redes del enemigo, y acortándole los pasos, y no
dando lugar a sus tratos y consejos! ¡Cuántas veces habrá hecho con cada uno de
nosotros aquello que él dijo a San Pedro (Lc.22,31): Mira que Satanás andaba muy
negociado para aventaros a todos como a trigo, mas yo he rogado por ti, que no
desfallezca tu fe! Pues, ¿quién podrá saber esos secretos sino Dios? Los
beneficios Positivos, bien los puede a veces conocer el hombre, mas los
privativos, que no consisten en hacernos bienes, sino en librarnos de males,
¿quién los conocerá? Pues así por éstos, como por los otros, es razón que demos
siempre gracias al Señor, y que entendamos cuán alcanzados andamos de cuenta, y
cuánto más es lo que le debemos que lo que le podemos pagar, pues aún no lo
podemos entender.
DEL TIEMPO Y FRUTO DE
ESTAS MEDITACIONES SUSODICHAS
Éstas son, cristiano
lector, las primeras siete meditaciones en que puedes filosofar y ocupar tu
pensamiento por los días de la semana, no porque no puedas también pensar en
otras cosas y en otros días además de éstos, porque, como ya dijimos, cualquiera
cosa que induce nuestro corazón a amor y temor de Dios y guarda de sus
Mandamientos es materia de meditación. Pero señálanse estos pasos que tengo
dichos: lo uno, porque son los principales misterios de nuestra fe y los que,
cuanto es de su parte, más nos mueven a lo dicho; y lo otro, porque los
principiantes (que han menester leche) tengan aquí casi masticadas y digeridas
las cosas que pueden meditar, porque no anden como peregrinos en extraña región,
discurriendo por lugares inciertos, tomando unas cosas y dejando otras, sin
tener estabilidad en ninguna.
También es de saber
que las meditaciones de esta semana son muy convenientes, como ya dijimos, para
el principio de la conversión (que es cuando el hombre de nuevo se vuelve a
Dios, porque entonces conviene comenzar por todas aquellas cosas que nos pueden
mover a dolor y aborrecimiento del pecado y temor de Dios y menosprecio del
mundo, que son los primeros escalones de este camino. Y por esto deben, los que
comienzan, perseverar por algún espacio de tiempo en la consideración de estas
cosas, para que así se funden más en las virtudes y afectos
susodichos.
DE LAS OTRAS SIETE
MEDITACIONES DE LA SAGRADA PASIÓN Y DE LA MANERA QUE HABEMOS DE TENER EN
MEDITARLA
Después de éstas, se
siguen las otras siete meditaciones de la. Sagrada Pasión, Resurrección y
Ascensión de Cristo, a las cuales se podrán añadir los otros pasos principales
de su vida sacratísima.
Aquí es de notar que
seis cosas se han de meditar en la pasión de Cristo: La grandeza de sus dolores,
para compadecernos de ellos. La gravedad de nuestro pecado, que es la causa,
para aborrecerlo. La grandeza del beneficio, para agradecerlo. La excelencia de
la Divina bondad y caridad, que allí se descubre, para amarla. La conveniencia
del misterio, para maravillarse de él. Y la muchedumbre de las virtudes de
Cristo, que allí resplandecen, para imitarlas. Pues conforme a esto, cuando
vamos meditando debemos ir inclinando nuestro corazón, unas veces a compasión de
los dolores de Cristo, pues fueron los mayores del mundo, así por la delicadeza
de su cuerpo, como por la grandeza de su amor, como también por padecer sin
ninguna manera de consolación, como en otra parte está declarado. Otras veces
debemos tener respeto a sacar de aquí motivos de dolor de nuestros pecados,
considerando que ellos fueron la cause de que Él padeciese tantos y tan graves
dolores como padeció. Otras veces debemos sacar de aquí motivos de amor y
agradecimiento, considerando la grandeza del amor que Él por aquí nos descubrió
y la grandeza de beneficio que nos hizo redimiéndonos tan copiosamente, con
tanta costa suya y tanto provecho nuestro.
Otras veces debemos
levantar los ojos a pensar la conveniencia del medio que Dios tomó para curar
nuestra miseria, esto es, para satisfacer por nuestras deudas, para socorrer
nuestras necesidades, para merecernos su gracia y humillar nuestra soberbia, e
inducirnos al menosprecio del mundo, al amor de la cruz, de la pobreza, de la
aspereza, de las injurias y de todos los otros virtuosos y honestos trabajos.
Otras veces debemos
poner los ojos en los ejemplos de virtudes que en su sacratísima vida y muerte
resplandecen, en su mansedumbre, paciencia, obediencia, misericordia, pobreza,
aspereza, caridad, humildad, benignidad, modestia y en todas las otras virtudes,
que en todas sus obras y palabras, más que las estrellas en el cielo,
resplandecen, para imitar algo de lo que en Él vemos, porque no tengamos ocioso
el espíritu y gracia,que de El para esto recibimos, y así caminemos a El por Él.
Ésta es la más alta y la más provechosa manera que hay de meditar la pasión de
Cristo, que es por vía de imitación, para que por la imitación vengamos a la
transformación, y así podamos ya decir con el Apóstol (Gal.2,20): Vivo yo, ya no
yo, más vive en mí Cristo.
Demás de esto,
conviene en todos estos pasos tener a Cristo ante los ojos presente y hacer
cuenta que le tenemos delante cuando padece, y tener cuenta, no sólo con la
historia de su pasión, sino también con todas las circunstancias de ella,
especialmente con estas cuatro: ¿Quién padece? ¿Por quién padece? ¿Cómo padece?
¿Por qué causa padece? ¿Quién padece? Dios Todopoderoso, infinito, inmenso etc.
¿Por quién padece? Por la más ingrata y desconocida criatura del mundo. ¿Cómo
padece? Con grandísima humildad, caridad, benignidad, mansedumbre, misericordia,
paciencia, modestia, etc. ¿Porqué causa padece? No por algún interés suyo ni
merecimiento nuestro, sino por solas las entrañas de su infinita piedad y
misericordia. Demás de esto, no se contente el hombre con mirar lo que por fuera
padece, sino mucho más hay que contemplar en el ánima de Cristo que en el cuerpo
de Cristo, así en el sentimiento de sus dolores, como en los otros afectos y
consideraciones que en ella había.
Presupuesto, pues,
ahora este pequeño preámbulo, comencemos a repetir y poner por orden los
misterios de esta Sagrada Pasión.
Síguense las otras
siete Meditaciones de la Sagrada Pasión
CAPÍTULO IV.1. EL
LUNES
Este día, hecha la
señal de la cruz con la preparación que adelante se pone, se ha de pensar el
lavatorio de los pies y la institución del Santísimo Sacramento.
Considera, pues, oh
ánima mía, en esta cena, a tu dulce y benigno jesús, y mira el ejemplo
inestimable de humildad que aquí te da levantándose de la mesa y lavando los
pies a sus discípulos. ¡Oh buen Jesús! ¿Qué es eso que haces? ¡Oh dulce jesús!
¿Por qué tanto se humilla tu Majestad? Qué sintieras, ánima mía, si vieras allí
a Dios arrodillado ante los pies de los hombres y ante los pies de Judas. ¡Oh
cruel!, ¿cómo no te ablanda el corazón esa tan grande humildad? ¿Cómo no te
rompe: las entrañas esa tan grande mansedumbre? ¿Es posible que tú hayas
ordenado de vender este mansísimo Cordero? ¿Es posible que no te hayas ahora
compungido con este ejemplo? ¡Oh blancas y hermosas manos!, ¿cómo podéis tocar
pies tan sucios y abominables? ¡Oh purísimas manos!, cómo no tenéis asco de
lavar los pies enlodados en los caminos y tratos de vuestra sangre? ¡Oh
apóstoles bienaventurados!, cómo no tembláis viendo esa tan grande humildad?
Pedro, ¿qué haces; por ventura, consentirás que el Señor de la Majestad te lave
los pies? Maravillado y atónito San Pedro, como viese al Señor arrodillado
delante de sí, comenzó a decir (Io.13,6): ¿Tú, Señor, lávasme a mí los pies? ¿No
eres tú Hijo de Dios vivo? ¿No eres tú el Creador del mundo, la hermosura del
cielo, paraíso de los ángeles, el remedio de los hombres, el resplandor de la
gloria del Padre, la fuente de la sabiduría de Dios en las alturas? ¿Pues Tú me
quieres a mí lavar los pies? ¿Tú, Señor de tanta majestad y gloria, quieres
entender en oficio de tan gran bajeza?
Considera también
cómo, en acabando de lavar los pies, los limpia con aquel sagrado lienzo que
estaba ceñido y sube más arriba con los ojos del ánima, y verás allí
representado el Misterio de nuestra Redención. Mira cómo aquel lienzo recogió en
sí toda la inmundicia de los pies sucios, y así ellos quedaron limpios y el
lienzo quedaría todo manchado y sucio después de hecho este oficio. ¿Qué cosa
más sucia que el hombre concebido en pecado, y qué cosa más limpia y más hermosa
que Cristo concebido de Espíritu Santo? Blanco y colorado es mi Amado, dice la
Esposa (Cant.5,10), y escogido entre millares. Pues este tan hermoso y tan
limpio quiso recibir en sí todas las manchas y fealdades de nuestras ánimas, y
dejándolas limpias y libres de ellas, Él quedó (como lo ves) en la Cruz,
amancillado y afeado con ellas.
Después de esto,
considera aquellas palabras con que dio fin el Salvador a esta historia,
diciendo (Io.13,15): Ejemplo os he dado, para que como Yo lo hice, así vosotros
lo hagáis. Las cuales palabras no sólo se han de referir a este paso y ejemplo
de humildad, sino también a todas las obras y vida de Cristo, porque ella es un
perfectísimo dechado de todas las virtudes, especialmente de la que en este
lugar se nos representa.
De la institución del
Santísimo Sacramento
Para entender algo de
este misterio, has de presuponer que ninguna lengua criada puede declarar la
grandeza del amor que Cristo tiene a su Esposa la Iglesia; y, por consiguiente,
a cada una de las ánimas que están en gracia, porque cada una de ellas es
también esposa suya. Pues queriendo este Esposo dulcísimo partirse de esta vida
y ausentarse de su Esposa la Iglesia (porque esta ausencia no le fuese causa de
olvido), dejóle por memorial este Santísimo Sacramento (en que se quedaba Él
mismo), no queriendo que entre Él y ella hubiese otra prenda que despertarse su
memoria, sino sólo Él. Quería también el Esposo en esta ausencia tan larga dejar
a su Esposa compañía, porque no se quedase sola; y dejóle la de Éste Sacramento,
donde se queda Él mismo, que era la mejor compañía que le podía dejar. Quería
también entonces ir a padecer muerte por la Esposa y redimirla, y enriquecerla
con el precio de su sangre. Y porque ella pudiese (cuando quisiese) gozar de
este tesoro, dejóle las llaves de él en este Sacramento; porque (como dice San
Crisóstomo) todas las veces que nos llegamos a él, debemos pensar que llegamos a
poner la boca en el costado de Cristo, y bebemos de aquella preciosa Sangre, y
nos hacemos participantes de Él. Deseaba, otrosí, este celestial Esposo, ser
amado de su Esposa con grande amor y para esto ordenó este misterioso bocado con
tales palabras consagrado que quien dignamente lo recibe, luego es tocado y
herido de este amor.
Quería también
asegurarla, y darle prendas de aquella bienaventurada herencia de gloria, para
que con la esperanza de este bien pasase alegremente por todos los otros
trabajos y asperezas de esta vida. Pues para que la Esposa tuviese cierta y
segura la esperanza de este bien, dejóle acá en prendas este inefable tesoro que
vale tanto como todo lo que allá se espera, para que no desconfiase, que se le
dará Dios en la gloria, donde vivirá en espíritu, pues no se le negó en este
valle de lágrimas, donde vive en carne.
Quería también a la
hora de su muerte hacer testamento y dejar a la Esposa alguna manda señalada
para su remedio, y dejóle ésta, que era la más preciosa y provechosa que le
pudiera dejar, pues en ella se deja a Dios.
Quería, finalmente
dejar a nuestras ánimas suficiente provisión y mantenimiento con que viviesen,
porque no tiene menor necesidad el ánima de su propio mantenimiento para vivir
vida espiritual, que el cuerpo del suyo para la vida corporal. Pues para esto
ordenó este tan sabio Médico (el cual también tenía tomados los pulsos de
nuestra flaqueza) este Sacramento, y por eso lo ordena en especie de
mantenimiento, para que la misma especie en que lo instituyó nos declarase el
efecto que obraba, y la necesidad que nuestras ánimas de él tenían, no menor que
la que los cuerpos tienen de su propio manjar.
CAPÍTULO IV.2. EL
MARTES
Este día pensarás en
la Oración del Huerto, y en la Pasión del Salvador, y en la entrada y afrentas
de la casa de Anás.
Considera, pues,
primeramente cómo acabada aquella misteriosa Cena, se fue -el Señor con sus
discípulos al monte Olivete a hacer oración antes que entrase en la batalla de
su pasión, para enseñarnos cómo en todos los trabajos y tentaciones de esta vida
hemos siempre de recurrir a la oración como a una sagrada áncora, por cuya
virtud o nos será quitada la carga de la tribulación, o se nos darán fuerzas
para llevarla, que es otra gracia mayor. Para compañía de este camino tomó
consigo aquellos tres amados discípulos, San Pedro, Santiago y San Juan (Mt.17),
los cuales habían sido testigos de su gloriosa Transfiguración, para que ellos
mismos viesen cuán diferente figura tomaba ahora por amor de los hombres el que
tan glorioso se les había mostrado en aquella visión. Y porque entendisen que no
eran menores los trabajos interiores de su ánima que los que por de fuera
comenzaba a descubrir, díjoles aquellas tan dolorosas palabras: Triste está mi
ánima hasta la muerte. Esperadme aquí, y velad conmigo (Mt.26,37). Acabadas
estas palabras, apartóse el Señor de los discípulos cuanto un tiro de piedra, y,
postrado en tierra con grandísima reverencia, comenzó su oración diciendo:
Padre, si es posible, traspasa de Mí este cáliz: mas no se haga como Yo lo
quiero, sino como Tú (Mt.17,39). Y hecha esta oración tres veces, a la tercera
fue puesto en tan grande agonía, que comenzó a sudar gotas de sangre, que iban
por todo su sagrado Cuerpo hilo a hilo hasta caer en tierra. Considera, pues, al
Señor en este paso tan doloroso, y mira cómo representándosele allí todos los
tormentos que había de padecer, aprendiendo perfectísimamente tan crueles
dolores como se aparejaban para el más delicado de los cuerpos, y poniéndosele
delante todos los pecados del mundo (por los cuales padecía) y el
desagradecimiento de tantas ánimas, que no habían de reconocer este beneficio,
ni aprovecharse de tan grande y costoso remedio fue su ánima en tanta manera
angustiada, y sus sentidos y carne delicadísima tan turbados, que todas las
fuerzas y elementos de su cuerpo se destemplaron, y la carne bendita se abrió
por todas partes y dio lugar a la sangre que manase por toda ella en tanta
abundancia que corriese hasta la tierra. Y si la carne, que de sola recudida
padecía esos dolores, tal estaba, ¿qué tal estaría el ánima que derechamente los
padecía? Mira después cómo, acabada la oración, llegó aquel falso amigo con
aquella infernal compañía, renunciado ya el oficio del Apostolado y hecho adalid
y capitán del ejército de Satanás. Mira cuán sin vergüenza se adelantó primero
que todos, y llegando al buen Maestro, lo vendió con beso de falsa paz. En
aquella hora dijo el Señor a los que le venían a prender (Mt.17,39): Así como a
ladrón salisteis a Mí con espadas y lanzas; y habiendo yo estado con vosotros
cada día en el Templo, no extendisteis las manos en Mí; mas ésta es vuestra hora
y el poder de las tinieblas. ¿Qué cosa de mayor espanto que ver al Hijo de Dios
tomar imagen, no solamente de pecador, sino también de condenado? (Lc.22,53):
Ésta es, dice Él, vuestra hora y el poder de las tinieblas. De las cuales
palabras se saca que por aquella hora fue entregado aquel inocentísimo Cordero
en poder de los príncipes de las tinieblas, que son los demonios, para que por
medio de sus ministros ejecutasen en él todos los tormentos y crueldades que
quisiesen. Piensa, pues, ahora tú hasta dónde se abajó aquella Alteza divina por
ti, pues llegó al postrero de todos los males, que es a ser entregado en poder
de los demonios. Y porque la pena que tus pecados merecían era ésta, Él se quiso
poner a esta pena por que tú quedases libre de ella.
Dichas estas palabras
arremetió luego toda aquella manada de lobos hambrientos con aquel manso
Cordero, y unos lo arrebatan por una parte, otros por otra, cada uno como podía.
¡Oh, cuán inhumanamente le tratarían, cuántas descortesías le dirían, cuántos
golpes y estirones le darían, qué de gritos y voces alzarían, como suelen hacer
los vencedores cuando se ven ya con la presa! Toman aquellas santas manos, que
poco antes habían obrado tantas maravillas, y átanlas muy fuertemente con unos
lazos corredizos, hasta de sollarle los cueros de los brazos y hasta hacerle
reventar la sangre, y así lo llevan atado por las calles públicas, con grande
ignominia. Míralo muy bien cuál va por este camino desamparado de"sus
discípulos, acompañado de sus enemigos, el paso corrido, el huelgo apresurado,
la color mudada y el rostro ya encendido y sonrosado con la prisa del caminar. Y
contempla en tan mal tratamiento de su Persona tanta mesura en su rostro, tanta
gravedad en sus ojos y aquel semblante divino que en medio de todas las
descortesías del mundo nunca pudo ser oscurecido.
Luego puedes ir con el
Señor a la casa de Anás, y mira cómo allí, respondiendo el Señor cortésmente a
la pregunta que el Pontífice le hizo sobre sus discípulos y doctrina, uno de
aquellos malvados, que presentes estaban, dio una gran bofetada en su rostro,
diciendo (Io.18,22): ¿Así has de responder al Pontífice? A cual el Salvador,
benignamente, respondió: Si mal hablé, muéstrame en qué, y si bien, ¿por qué me
hieres? Mira, pues aquí, oh ánima mía, no solamente la mansedumbre de esta
respuesta, sino también aquel divino rostro señalado y colorado con la fuerza
del golpe, y aquella muestra de ojos tan serenos y tan sin turbación en aquella
afrenta y aquella ánima santísima en lo interior tan humilde y tan aparejada
para volver la otra mejilla, si el verdugo lo demandara.
CAPÍTULO IV.3. EL
MIÉRCOLES
Este día pensarás en
la presentación del Señor ante el Pontífice Caifás, y en los trabajos de aquella
noche, y en la negación de San Pedro, y azotes a la columna.
Primeramente considera
cómo de la primera casa de Anás llevan al Señor a la del Pontífice Caifás, donde
será razón que lo vayas acompañando, y ahí verás eclipsado el sol de justicia y
escupido aquel divino rostro en que desean mirar los ángeles. Porque como el
Salvador, siendo conjurado por el nombre del Padre que dijese quién era,
respondiese a esta pregunta lo que convenía, aquellos que tan indignos eran de
tan alta respuesta, cegándose con el resplandor de tan grande luz volviéronse
contra él como perros rabiosos y allí descargaron todas sus iras y rabias. Allí
todos a porfía le dan bofetones y pescozones; allí le escupen con sus infernales
bocas en aquel divino rostro; allí le cubren los ojos con un paño, dándole
bofetadas en la cara, y juegan con él, diciendo (Mt.26,68; Lc.22,64); Adivina
quién te dio. ¡Oh maravillosa humildad y paciencia del Hijo de Dios! ¡Oh
hermosura de los ángeles! ¿Rostro era ése para escupir en él? Al rincón más
despreciado suelen volver los hombres la cara cuando quieren escupir, ¿y en todo
ese palacio no se halló otro lugar más despreciado que tu rostro para escupir en
él? ¿Cómo no te humillas con este ejemplo, tierra y ceniza?
Después de esto,
considera los trabajos quq el Salvador pasó toda aquella noche dolorosa, porque
los soldados que lo guardaban escarnecían de El (como dice San Lucas) y tomaban
por medio para vencer al sueño de la noche estar burlando y jugando con el Señor
de la Majestad. Mira, pues, oh ánima mía, cómo tu dulcísimo Esposo está puesto
como blanco a las saetas de tantos golpes y bofetadas como allí le daban. ¡Oh
noche cruel! ¡Oh noche desasosegada, en la cual, oh mi buen jesús, no dormías,
ni dormían los que tenían por descanso atormentarse! La noche fue ordenada para
que en ella todas las criaturas tomasen reposo, y los sentidos y miembros
cansados de los trabajos del día descansasen, y ésta toman ahora los malos para
atormentar todos tus miembros y sentidos, hiriendo tu cuerpo, afligiendo tu
ánima, atando tus manos, abofeteando tu cara, escupiendo tu rostro, atormentando
tus oídos, porque en el tiempo en que todos los miembros suelen descansar, todos
ellos en Ti penasen y trabajasen. ¡Qué maitines estos tan diferentes de los que
en aquella hora te cantarían los coros de los ángeles en el cielo! Allá dicen
Santo, Santo; acá dicen muera, muera: crucifícalo, crucifícalo. ¡Oh ángeles del
paraíso, que las unas y otras voces oís!: ¿qué sentíais viendo tan mal tratado
en la tierra Aquel a quien vosotros con tanta reverencia tratáis en el cielo?
¿Qué sentíais viendo que Dios tales cosas padecía por los mismos que tales cosas
hacían? ¿Quién jamás oyó tal manera de caridad, que padezca uno muerte por
librar de la muerte al mismo que se la da?
Crecieron sobre esto
los trabajos de aquella noche dolorosa con la negación de San Pedro, aquel tan
familiar amigo, aquel escogido para ver la gloria de la Transfiguración, aquel
entre todos honrado con el principado de la Iglesia; ese primero que todos, no
una, sino tres veces, en presencia del mismo Señor, jura y perjura que no le
conoce, ni sabe quién es. Oh Pedro, ¿tan mal hombre es ese que ahí está que por
tan gran vergüenza tienes aun haberlo conocido? Mira que eso es condenarle tú
primero que los Pontífices, pues das a entender que Él sea persona tal, que tú
mismo te deshonras de conocerlo. ¿Pues qué mayor injuria puede ser que ésa?
(Lc.22,61): Volvióse entonces el Salvador, y miró a Pedro; vánsele los ojos tras
aquella oveja que se le había perdido. ¡Oh vista de maravillosa virtud! ¡Oh
vista callada, más grandemente significativa! Bien entendió Pedro el lenguaje, y
las voces de aquella vista, pues las del gallo no bastaron para despertarlo y
éstas sí. Mas no solamente hablan, sino también obran los ojos de Cristo, y las
lágrimas de Pedro lo declaran, las cuales no manaron tanto de los ojos de Pedro,
cuanto de los ojos de Cristo.
Después de todas estas
injurias considera, los azotes que el Salvador padeció a la columna; porque el
juez, visto que no podía aplacar la furia de aquellas infernales fieras,
determinó hacer en Él un tan famoso castigo que bastase para satisfacer la rabia
de aquellos tan crueles corazones, para que, contentos con esto, dejasen de
pedirle la muerte. Entra, pues, ahora ánima mía, con el espíritu, en el Pretorio
de Pilatos, y lleva contigo las lágrimas aparejadas, que serán bien menester
para lo que allí verás y oirás. Mira cómo aquellos crueles y viles carniceros
desnudan al Salvador de sus vestiduras con tanta inhumanidad y cómo Él se deja
desnudar de ellos con tanta humildad, sin abrir la boca ni responder palabra a
tantas descortesías como allí le herían. Mira cómo luego atan aquel santo cuerpo
a una columna para que así lo pudiesen herir a su placer donde y como ellos más,
quisiesen. Mira cuán solo estaba el Señor de los Angeles entre tan crueles
verdugos, sin tener de su parte ni padrinos, ni valedores que hiciesen por Él,
ni aun siquiera ojos que se compadeciesen de Él. Mira cómo luego comienzan con
grandísima crueldad a descargar sus látigos y disciplinas sobre aquellas
delicadísimas carnes, y cómo se añaden azotes sobre azotes, llagas sobre llagas
y heridas sobre heridas. Allí verías luego ceñirse aquel Sacratísimo Cuerpo de
cardenales, rasgarse los cueros, reventar la sangre y correr a hilos por todas
partes. Mas, sobre todo esto, ¡qué sería ver aquella tan grande llaga, que en
medio de las espaldas estaría abierta, adonde principalmente caían todos los
golpes!
Considera luego,
acabados los azotes, cómo el Señor se cubriría, y cómo andaría por todo aquel
Pretorio buscando sus vestiduras en presencia de aquellos crueles carniceros,
sin que nadie le sirviese, ni ayudase, ni proveyese de ningún lavatorio, ni
refrigerio de los que se suelen dar a los que así quedan llagados. Todas estas
son cosas dignas de grande sentimiento, agradecimiento y
consideración.
CAPÍTULO IV.4. EL
JUEVES
Este día se ha de
pensar en la Coronación de espinas y Ecce-Homo, y cómo el Salvador llevó la Cruz
a cuestas. A la consideración de estos pasos tan dolorosos nos convida la Esposa
en el libro de los Cantares, por estas palabras (Cant.3,11): Salid, hijas de
Sión, y mirad al rey Salomón con la corona que le coronó su madre en el día de
su desposorio, y en el día de la alegría de su corazón. Oh ánima mía, ¡qué
haces! Oh corazón mío, ¡qué piensas! Lengua mía, ¡cómo has enmudecido! Oh muy
dulcísimo Salvador mío, cuando yo abro los ojos y miro este retablo tan doloroso
que aquí se me pone delante, el corazón se me parte de dolor. ¿Pues, cómo,
Señor, no bastaban ya los azotes pasados, y la muerte venidera, y tanta sangre
derramada, sino que por fuerza habían de sacar las espinas la sangre de la
cabeza a quien los azotes perdonaron? Pues para que sientas algo, ánima mía, de
este paso tan doloroso, pon primero ante tus ojos la imagen antigua de este
Señor, y la gran excelencia de sus virtudes, y luego vuelve a mirar de la manera
que aquí está. Mira la grandeza de su hermosura, la mesura de sus ojos, la
dulzura de sus palabras, su autoridad, su mansedumbre, su serenidad, y aquel
aspecto suyo de tanta veneración.
Y después que así le
hubieres mirado, y deleitado de ver una tan acabada figura, vuelve los ojos a
mirarlo tal cual aquí lo ves, cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña
por cetro real en la mano, y aquella horrible diadema en la cabeza, aquellos
ojos mortales, aquel rostro difunto y aquella figura toda borrada con la sangre
y afeada por las salivas, que por todo el rostro estaban tendidas. Míralo todo
de dentro y fuera, el corazón atravesado con dolores, el cuerpo lleno de llagas,
desamparado de sus discípulos, perseguido de los judíos, escarnecido de los
soldados, despreciado de los pontífices, desechado del rey inicuo, acusado
injustamente y desamparado de todo favor humano. Y no pienses esto como cosa ya
pasada, sino como presente; no como dolor ajeno, sino como tuyo propio. Ponte tú
mismo en el lugar del que padece, y mira lo que sentirías si en una parte tan
sensible como es la cabeza te hincasen muchas y muy agudas espinas que
penetrasen hasta los huesos; ¿y qué digo espinas?, una sola punzada de un
alfiler que fuese apenas lo podrías sufrir. ¿Pues qué sentiría aquella
delicadísima cabeza con este linaje de tormentos?
Acabada la coronación
y escarnios del Salvador, tomólo el juez por la mano, así como estaba tan mal
tratado, y sacándole a vista del pueblo furioso, díjolesl; Ecce Homo. Como si
dijera: Si por envidia le procurabais la muerte, veislo aquí tal que no está
para tenerle envidia, sino lástima. Temíais no se hiciese Rey, veislo aquí tan
desfigurado, que apenas parece hombre. De estas manos atadas, ¿qué os teméis? A
este hombre azotado, ¿qué más le demandáis?
Por aquí puedes
entender, ánima mía, qué tal saldría entonces el Salvador, pues el juez creyó
que bastaba la figura que allí traía para quebrantar el corazón de tales
enemigos. En lo cual puedes bien entender cuán mal caso sea no tener un
cristiano compasión de los dolores de Cristo, pues ellos eran tales, que
bastaban (según el juez creyó) para ablandar unos tan fieros corazones.
Pues como Pilatos
viese que no bastaban las justicias que se habían hecho en aquel santísimo
Cordero para amansar el furor de sus enemigos, entró en el Pretorio, y asentóse
en el tribunal para dar final sentencia en aquella causa. Ya estaba a las
puertas aparejada la Cruz, ya asomaba por lo alto aquella temerosa bandera,
amenazando a la cabeza del Salvador. Dada, pues, ya, y promulgada la sentencia
cruel, añaden los enemigos una crueldad a otra, que fue cargar sobre aquellas
espaldas, tan molidas y despedazadas con los azotes pasados, el madero de la
Cruz. No rehusó, con todo esto, el piadoso Señor esta carga, en la cual iban
todos nuestros pecados, sino antes la abrazó con suma caridad y obediencia por
nuestro amor.
Camina, pues, el
inocente Isaac al lugar del sacrificio con aquella carga tan pesada sobre sus
hombros tan flacos, siguiéndole mucha gente y muchas piadosas mujeres, que con
sus lágrimas le acompañaban. ¿Quién no había de derramar lágrimas viendo al Rey
de los ángeles caminar paso a paso con aquella carga tan pesada, temblándole las
rodillas, inclinando el cuerpo, los ojos mesurados, el rostro sangriento con
aquella guirnalda en la cabeza y con aquellos tan vergonzosos clamores y
pregones que daban contra Él?
Entre tanto, ánima
mía, aparta un poco los ojos de este cruel espectáculo, y con pasos apresurados,
con aquejados gemidos, con ojos llorosos, camina para el palacio de la Virgen, y
cuando a ella llegares, derribado ante sus pies, comienza a decirle con dolorosa
voz: ¡Oh Señora de los ángeles, Reina del cielo, puerta del paraíso, abogada del
mundo, refugio de los pecadores, salud de los justos, alegría de los santos,
maestra de las virtudes, espejo de la limpieza, título de castidad, dechado de
paciencia y suma de toda perfección! Ay de mí, Señora mía, ¡para qué se ha
aguardado mi vista para esta hora! z Cómo puedo yo vivir habiendo visto con mis
ojos lo que vi? ¿Para qué son más palabras? Dejo a tu unigénito Hijo y mi Señor
en manos de mis amigos, con una Cruz a cuestas para ser en ella ajusticiado.
¿Qué sentido puede
aquí alcanzar hasta dónde llegó este dolor a la Virgen? Desfalleció aquí su
ánima, y cubriósele la cara y todos sus virginales miembros de un sudor de
muerte, que bastara para acabarle la vida, si la dispensación divina no la
guardara para mayor trabajo, y también para mayor corona.
Camina, pues, la
Virgen en busca del Hijo, dándole el deseo de ver las fuerzas que el dolor le
quitaba. Oye desde lejos el ruido de las armas, y el tropel de las gentes, y el
clamor de los pregones con que lo iban pregonando. Ve luego resplandecer los
hierros de las lanzas y alabardas que asomaban por lo alto; allá en el camino
las gotas y el rastro de la sangre, que bastaban ya para mostrarle los pasos del
Hijo y guiarla sin otra guía. Acércase más y más a su amado Hijo y tiende sus
ojos oscurecidos con el dolor y sombra de la muerte, para ver (si pudiese) al
que tanto amaba su ánima. i Oh amor y temor del corazón de María! Por una parte
deseaba verlo, y por otra rehusaba de ver tan lastimera figura. Finalmente,
llega ya donde lo pudiese ver, míranse aquellas dos lumbreras del cielo una a
otra, y atraviésanse los corazones con los ojos y hieren con su vista sus ánimas
lastimadas. Las lenguas estaban enmudecidas, mas el corazón de la Madre hablaba,
y el Hijo dulcísimo le decía: ¿Para qué viniste aquí, paloma mía, querida mía y
Madre mía? Tu dolor acrecienta el mío, y tus tormentos atormentan a mí.
Vuélvete, Madre mía, vaiélvete a tu posada, que no pertenece a tu vergüenza y
pureza virginal compañía de homicidas y de ladrones.
Estas y otras más
lastimeras palabras se hablarían en aquellos piadosos corazones, y de esta
manera se anduvo aquel trabajoso camino hasta el lugar de la Cruz.
CAPÍTULO IV.5. EL
VIERNES
Este día se ha de
contemplar el Misterio de la Cruz y las siete palabras que el Señor habló.
Despierta, pues,
ahora, ánima mía, y comienza a pensar en el Misterio de la santa Cruz, por cuyo
fruto se reparó el daño de aquel venenoso fruto del árbol vedado. Mira
primeramente cómo, llegado ya el Salvador a este lugar, aquellos perversos
enemigos (porque fuese más vergonzosa su muerte) lo desnudan de todas sus
vestiduras hasta la túnica interior, que era toda tejida de alto a bajo, sin
costura alguna. Mira, pues, aquí, con cuánta mansedumbre se deja desollar aquel
inocentísimo Cordero sin abrir su boca, ni hablar palabra contra los que así lo
trataban. Antes de muy buena voluntad consentía ser despojado de sus vestiduras,
y quedar a la vergüenza desnudo, porque con ellas se cubriese mejor que con las
hojas de higuera la desnudez en que por el pecado caímos.
Dicen algunos Doctores
que, para desnudar al Señor esta túnica, le quitaron con grande crueldad la
corona de espinas que tenía en la cabeza y, después de ya desnudo, se la
volvieron a poner, y ahincarle otra vez las espinas por el cerebro, que sería
cosa de grandísimo dolor. Y es de creer, cierto, que usaran de esta crueldad los
que de otras muchas y muy extrañas usaron con El en todo el proceso de su
Pasión, mayormente diciendo el Evangelista que hicieron con Él todo lo que
quisieron. Y como la túnica estaba pegada a las llagas de los azotes, y la
sangre estaba ya helada y abrazada con la misma vestidura, al tiempo que se la
desnudaron (como eran tan ajenos de piedad aquellos malvados), despegáronsela de
golpe y con tanta fuerza, que le desollaron y renovaron todas las llagas de los
azotes, de tal manera, que el santo Cuerpo quedó por todas partes abierto y como
descortezado, y hecho todo una grande llaga, que por todas partes manaba sangre.
Considera, pues, aquí,
ánima mía, la alteza ae la divina bondad y misericordia que en este Misterio tan
claramente resplandece; mira cómo Aquel que viste los cielos de nubes y los
campos de flores y hermosura, es aquí despojado de todas su vestiduras.
Considera el frío que padecería aquel santo Cuerpo, estando como estaba
despedazado y desnudo, no sólo de sus vestiduras, sino también de los cueros de
la piel, y con tantas puertas de llagas abiertas por todo él. Y si estando San
Pedro vestido y calzado la noche antes padecía frío, ¿cuánto mayor lo padecería
aquel delicadísimo Cuerpo estando tan llagado y desnudo?
Después de esto
considera cómo el Señor fue enclavado en la Cruz, y el dolor que padecería al
tiempo que aquellos clavos gruesos y esquinados entraban por las más sensibles y
más delicadas partes del más delicado de todos los cuerpos. Y mira también lo
que la Virgen sentiría cuando viese con sus ojos y oyese con sus oídos los
crueles y duros golpes que sobre aquellos miembros divinales tan a menudo caían,
porque verdaderamente aquellas martilladas y clavos al Hijo pasaban las manos,
mas a la Madre herían el corazón.
Mira cómo luego
levantaron la Cruz en alto y la fueron a hincar en un hoyo que para esto tenían
hecho, y cómo (según eran crueles los ministros) al tiempo de asentar, la
dejaron caer de golpe, y así se estremecería todo aquel santo Cuerpo en el aire
y se rasgarían más los agujeros de los clavos, que sería cosa de intolerable
dolor.
Pues, oh Salvador y
Redentor mío, ¿qué corazón habrá tan de piedra que no se parta de dolor (pues en
este día se partieron las piedras) considerando lo que padeces en esta cruz?
Cercádote han, Señor, dolores de muerte, y envestido han sobre Ti todos los
vientos y olas de la mar. Atollado has en el profundo de los abismos, y no
hallas sobre qué estribar. El Padre te ha desamparado, ¿qué esperas, Señor, de
los hombres? Los enemigos te dan grita, los amigos te quiebran el corazón, tu
ánima está afligida, y no admites consuelo por mi amor. Duros fueron, cierto,
mis pecados, y tu penitencia lo declara. Véote, Rey mío, cosido con un madero;
no hay quien sostenga tu cuerpo sino tres garfios de hierro; de ellos cuelga tu
sagrada carne, sin tener otro refrigerio. Cuando cargas el cuerpo sobre los
pies, desgárranse las heridas de los pies con los clavos que tienen atravesados;
cuando las cargas sobre las manos, desgárranse las heridas de las manos con el
peso del cuerpo. Pues la santa cabeza, atormentada y enflaquecida con la corona
de espinas, ¿qué almohada la sostendría? ¡Oh cuán bien empleados fueron allí
vuestros brazos, serenísima Virgen, para este oficio, mas no servirán ahora allí
los vuestros, sino los de la Cruz! Sobre ellos se reclinará la sagrada cabeza
cuando quisiere descansar, y el refrigerio que de ello recibirá será hincarse
más las espinas por el cerebro.
Crecieron los dolores
del Hijo con la presencia de la Madre, con los cuales no menos estaba su corazón
sacrificado de dentro, que el sagrado Cuerpo lo estaba de fuera. Dos cruces hay
para Ti, ¡oh buen jesús!, en este día: una para el cuerpo y otra para el ánima;
la una es de pasión, la otra de compasión; la una traspasa el Cuerpo con clavos
de hierro, y la otra tu ánima santísima con clavos de dolor. ¿Quién podría, oh
buen jesús, declarar lo que sentías cuando declarabas las angustias de aquella
ánima santísima, la cual tan de cierto sabías estar contigo crucificada en la
Cruz? ¿Cuando veías aquel piadoso corazón traspasado y atravesado con cuchillo
de dolor, cuando tendías los ojos sangrientos y mirabas aquel divino rostro
cubierto de amarillez de muerte? ¿Y aquellas angustias de su ánimo sin muerte,
ya más que muerto? ¿Y aquellos ríos de lágrimas, que de sus purísimos ojos
salían, y oías los gemidos, que se arrancaban de aquel sagrado pecho exprimidos
con peso de tan gran dolor?
Después de esto,
puedes considerar aquellas siete palabras que el Señor habló en la Cruz. De las
cuales la primera fue (Lc.23,34): Padre, perdona a éstos, que no saben lo que
hacen. La segunda al Ladrón (Lc.23,43): Hoy serás conmigo en el Paraíso. La
tercera a su Madre Santísima (Io.19,26): Mujer, cata ahí a tu hijo. La cuarta
(Io.19,28): Sed he. La quinta (Mt.27,46): Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
desamparaste? La sexta (Io.19,30): Acabado es. La séptima (Lc.23,46): Padre, en
tus manos encomiendo mi espíritu.
Mira, pues, oh ánima
mía, con cuánta caridad en estas palabras encomendó sus enemigos al Padre; con
cuánta misericordia recibió al Ladrón que le confesaba; con qué entrañas
encomendó a la piadosa Madre el amado discípulo; con cuánta sed y ardor mostró
que deseaba la salud de los hombres; con cuán dolorosa voz derramó su oración, y
pronunció su tribulación ante el acatamiento divino; cómo llevó hasta el cabo
tan perfectamente la obediencia del Padre, y cómo, finalmente, le encomendó su
espíritu y se resignó todo en sus benditísimas manos. Por donde parece como en
cada una de estas palabras está encerrado un documento de virtud. En la primera
se nos encomienda la caridad para con los enemigos. En la segunda, la
misericordia para con los pecadores. En la tercera, la piedad para con los
padres. En la cuarta, el deseo de la salud de los prójimos. En la quinta, la
oración de las tribulaciones y desamparos de Dios. En la sexta, la virtud de la
obediencia y perseverancia. Y en la séptima, la perfecta resignación en la mano
de Dios, que es la suma de toda nuestra perfección.
CAPÍTULO IV.6. EL
SÁBADO
Este día se ha de
contemplar la lanzada que se dio al Salvador y el descendimiento de la Cruz, con
el llanto de Nuestra Señora y oficio de la sepultura.
Considera, pues, cómo
habiendo ya expirado el Salvador en la Cruz, y cumplídose el deseo de aquellos
crueles enemigos, que tanto deseaban verlo muerto, aun después de esto no se
apagó la llama de su furor, porque con todo esto se quisieron más vengar y
encarnizar en aquellas Santas Reliquias que quedaron, partiendo y echando
suertes sobre sus vestiduras y rasgando su sagrado pecho con una lanza cruel. ¡
Oh crueles ministros ¡Oh corazones de hierro, y tan poco os parece lo que ha
padecido el cuerpo vivo que no le queréis perdonar aun después de muerto! ¿Qué
rabia de enemistad hay tan grande que no se aplaque cuando ve al enemigo muerto
delante de sí? ¡Alzad un poco esos crueles ojos, y mirad aquella cara mortal,
aquellos ojos difuntos, aquel caimiento de rostro y aquella amarillez y sombra
de muerte, que aunque seáis más duros que el hierro y que el diamante y que
vosotros mismos viéndolos amansaréis! Llega, pues, el ministro con la lanza en
la mano, y atraviésale con gran fuerza por los pechos desnudos del Salvador.
Estremecióse la Cruz en el aire con la fuerza del golpe, y salió de allí agua y
sangre, con que se sanan los pecados del mundo. ¡Oh río que sales del Paraíso y
riegas con tus corrientes toda la sobrehaz de la tierra! ¡Oh llaga del costado
precioso, hecha más con el amor de los hombres que con el hierro de la lanza
cruel! ¡Oh puerta del cielo, ventana del paraíso, lugar de refugio, torre de
fortaleza, santuario de los justos, sepultura de peregrinos, nido de palomas
sencillas y lecho florido de la esposa de Salomón! ¡Dios te salve, llaga del
Costado precioso, que llagas los devotos corazones; herida que hieres las ánimas
de los justos; rosa de inefable hermosura; rubí de precio inestimable; entrada
para el corazón de Cristo, testimonio de su amor y prenda de la vida perdurable!
Después de esto
considera cómo aquel mismo día en la tarde llegaron aquellos dos santos varones
José y Nicodemus y, arrimadas sus escaleras a la Cruz, descendieron en brazos el
Cuerpo del Salvador. Como la Virgen vio que, acabada ya la tormenta de la
pasión, llegaba el sagrado Cuerpo a tierra, aparéjase Ella para darle puerto
seguro en sus pechos, y recibirlo de los brazos de la Cruz en los suyos. Pide,
pues, con grande humildad a aquella noble gente, que pues no se había despedido
de su Hijo, ni recibido de Él los postreros abrazos en la Cruz al tiempo de su
partida que la dejen ahora llegar a Él y no quieran que por todas partes crezca
su desconsuelo, si habiéndoselo quitado por un cabo los enemigos vivo, ahora los
amigos se lo quiten muerto.
Pues cuando la Virgen
le tuvo en sus brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? ¡Oh án- geles
de la paz, llorad con esta Sagrada Virgen; llorad, cielos; llorad, estrellas del
cielo, y todas las criaturas del mundo acompañad el llanto de María! Abrázase la
Madre con el cuerpo despedazado, apriétalo fuertemente en sus pechos (para sólo
esto le quedaban fuerzas), mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza,
júntase rostro con rostro, tíñese la cara de la sacratísima Madre con la sangre
del Hijo, y riégase la del Hijo con lágrimas de la Madre. ¡Oh dulce Madre! ¿Es
ése, por ventura, vuestro dulcísimo Hijo? ¿Es ése el que concebiste con tanta
gloria y pariste con tanta alegría? ¿Pues qué se hicieron vuestros gozos
pasados? ¿Dónde se fueron vuestras alegrías antiguas? ¿Dónde está aquel espejo
de hermosura en que os mirábades?
Lloraban todos los que
presentes estaban; lloraban aquellas santas mujeres, aquellos nobles varones;
lloraba el cielo y la tierra y todas las criaturas acompañaban las lágrimas de
la Virgen. Lloraba otrosí el Santo Evangelista, y, abrazado con el Cuerpo de su
Maestro, decía: ¡Oh buen Maestro y Señor mío!, ¿quién me enseñará ya de aquí en
adelante? ¿A quién iré con mis dudas? ¿En cúyos pechos descansaré? ¿Quién me
dará parte de los secretos del cielo? ¿Qué mudanza ha sido ésta tan extraña?
¿Anteanoche me tuviste en tus sagrados pechos dándome alegría de vida, y ahora
te pago aquel tan grande beneficio teniéndote en los míos muerto? ¿Este es el
rostro que yo vi transfigurado en el monte Tabor? ¿Ésta es aquella figura más
clara que el sol de medio día? Lloraba también aquella santa pecadora, y
abrazada con los pies del Salvador decía: ¡Oh lumbre de mis ojos y remedio de mi
ánima!, si me viera fatigada de los pecados, ¿quién me recibirá? ¿Quién curará
mis llagas? ¿Quién responderá por mí? ¿Quién me defenderá de los fariseos? ¡Oh
cuán de otra manera tuve yo estos pies y los lavé cuando en ellos me recibiste!
¡Oh amado de mis entrañas, ¿quién me diese ahora que yo muriese contigo? ¡Oh
vida de mi ánima!, ¿cómo puedo decir que te amo, pues estoy viva teniéndote
delante de mis ojos muerto?
De esta manera
lloraban y lamentaban toda aquella santa compañía, regando y lavando con
lágrimas el Cuerpo sagrado. Llegaba, pues, ya la hora de la sepultura, envuelven
el santo Cuerpo en una sábana limpia, atan su rostro con un sudario y, puesto
encima de un lecho, caminan con Él al lugar del monumento, y allí depositan
aquel precioso tesoro. El sepulcro se cubrió con una losa y el corazón de la
Madre con una oscura niebla de tristeza. Allí se despide otra vez de su Hijo;
allí comienza de nuevo a sentir su soledad; allí se ve ya desposeída de todo su
bien; allí se le queda el corazón sepultado donde quedaba su tesoro.
CAPÍTULO IV.7. EL
DOMINGO
Este día podrás pensar
la descendida del Señor al limbo y el aparecimiento a nuestra Señora y a la
santa Magdalena y a los discípulos. Y después el misterio de su gloriosa
Ascensión.
Cuando a lo primero,
considera qué tan grande sería la alegría que aquellos Santos Padres del limbo
recibirían este día con la visitación y presencia de su Libertador, y qué
gracias y alabanzas le darían por esta salud tan deseada y esperada. Dicen los
que vuelven de las Indias Orientales en España, que tienen por bien empleado
todo el trabajo de la navegación pasada por la alegría que reciben el día que
vuelven a su tierra. Pues si esto hace la navegación y destierro de un año o de
dos años,¿qué haría el destierro de tres o cuatro mil anos, el (lía que
recibiesen tan gran salud y viniesen a tomar puerto en la tierra de los
vivientes?
Considera también la
alegría que la Sacratísima Virgen recibiría este día con la visita del Hijo
resucitado, pues es cierto que así como Ella fue la que más sintió los dolores
de su pasión, así fue la que más gozó de la alegría de su resurrección. Pues,
¿qué sentiría cuando viese ante sí a su Hijo vivo y glorioso, acompañado de
todos aquellos Santos Padres que con El resucitaron? ¿Qué haría? ¿Qué diría?
¿Cuáles serían sus abrazos y besos y las lágrimas de sus ojos piadosos? ¿Y los
deseos de irse tras Él, si le fuera concedido?
Considera la alegría
de aquellas santas Marías, y especialmente de aquella que perseveraba llorando
par del sepulcro cuando viese al amado de su ánima, y se derribase a sus pies y
hallase resucitado y vivo al que buscaba y deseaba ver siquiera muerto; y mira
bien que, después de la Madre, a aquella primero apareció que más amó, más
perseveró, más lloró y más solícitamente le buscó, para que así tengas por
cierto que hallarás a Dios, si con estas mismas lágrimas y diligencias lo
buscares.
Considera de la manera
que apareció a los discípulos que iban (Lc.24,13) a Emaús en hábito de
peregrino, y mira cuán afable se les mostró, cuán familiarmente los acompañó,
cuán dulcemente se les disimuló, y en cabo cuán amorosamente se les descubrió y
los dejó con toda la miel y suavidad en los labios; sean, pues, tales tus
pláticas, cuales eran las de éstos, y trata con dolor y sentimiento lo que
trataban éstos (que eran los dolores y trabajos de Cristo), y ten por cierto que
no te faltará su presencia y compañía, si tuvieres siempre esta memoria.
Acerca del misterio de
la Ascensión considera primeramente cómo dilató el Señor esta subida a los
cielos por espacio de cuarenta días, en los cuales apareció muchas veces a sus
discípulos y. los enseñaba y platicaba con ellos del Reino de Dios (Act.1,3). De
manera que no quiso subir a los cielos, ni apartarse de ellos, hasta que los
dejó tales que pudiesen con el espíritu subir al cielo con Él. Donde verás, que
a aquellos desampara muchas veces la presencia corporal de Cristo (esto es, la
consolación sensible de la devoción), que pueden ya con el espíritu volar a lo
alto y estar más seguros del peligro. En lo cual maravillosamente resplandece la
providencia de Dios y la manera que tiene en tratar a los suyos en diversos
tiempos: cómo regala los flacos y ejercita los fuertes; da leche a los
pequeñuelos y desteta a los grandes; consuela los unos y prueba los otros, y así
trata a cada uno según el grado de su aprovechamiento. Por donde ni el regalado
tiene por qué presumir, pues el regalo es argumento de flaqueza; ni el
desconsolado por qué desmayar, pues esto es muchas veces indicio de fortaleza.
En presencia de los
discípulos, y viéndolo ellos (Act.1,3), subió al cielo, porque ellos habían de
ser testigos de estos misterios, y ninguno es mejor testigo de las obras de Dios
que el que las sabe por experiencia. Si quieres saber de veras cuán bueno es
Dios, cuán dulce y cuán suave para con los suyos, cuánta sea la virtud y
eficacia de su gracia, de su amor, de su providencia y de sus consolaciones,
pregúntalo a los que lo han probado; que éstos te darán de ello suficientísimo
testimonio. Quiso también que le viesen subir a los cielos, para que le
siguiesen con los ojos y con el espíritu, para que sintiesen su partida, para
que les hiciese soledad su ausencia, porque éste era el más conveniente aparejo
para recibir su gracia. Pidió Elíseo a Elías su espíritu, y respondióle el buen
Maestro (Reg.2,10): Si vieres cuándo me parto de ti, será lo que pediste. Pues
aquellos serán herederos del Espíritu de Cristo, a quien el amor hiciere sentir
la partida de Cristo, los que sintieren su ausencia y quedaren en este destierro
suspirando siempre por su presencia. Así lo sentía aquel santo varón que decía:
Fuiste consolador mío, y no te despediste de mí; yendo por tu camino bendijiste
los tuyos, y no lo vi. Los ángeles prometieron volverías, y no lo oí, etc.
Pues, ¿cuál sería la
soledad, el sentimiento, las voces y las lágrimas de la sacratísima Virgen, del
amado discípulo y de la santa Magdalena y de todos los Apóstoles, cuando viesen
írseles y desaparecer de sus ojos aquel que tan robados tenía sus corazones? Y
con todo esto, se dice que volvieron a Jerusalén con grande gozo por lo mucho
que le amaban. Porque el mismo amor que les hacía sentir tanto su partida, por
otra parte les hacía gozarse de su gloria, porque el verdadero amor no se busca
a sí, sino al que ama.
Resta considerar con
cuánta gloria, con qué alegría y con qué voces y alabanzas sería recibido aquel
noble triunfador en la ciudad soberana, cuál sería la fiesta y el recibimiento
que le harían, qué sería ver ayuntados en uno hombres y ángeles y todos a una
caminar a aquella noble ciudad, y poblar aquellas sillas desiertas de tantos
años, y subir sobre todos aquella sacratísima humanidad, y asentarse a la
diestra del Padre. Todo es mucho de considerar para que se vea cuán bien
empleados son los trabajos por amor de Dios, y cómo el que se humilló y padeció
más que todas las criaturas es aquí engrandecido y levantado sobre todas ellas,
para que por aquí entiendan los amadores de la verdadera gloria el camino que
han de llevar para alcanzarla, que es descender para subir y ponerse debajo de
todos para ser levantados sobre todos.
DE SEIS COSAS QUE
PUEDEN ENTREVENIR EN EL EJERCICIO DE LA ORACIÓN
Éstas son, cristiano
lector, las meditaciones en que puedes ejercitar los días de la semana, para que
así no te falte materia en qué pensar. Mas aquí es de notar que antes de esta
meditación pueden preceder algunas cosas y seguirse después otras que están
anejas y son como vecinas de ellas.
Porque, primeramente,
antes que entremos en la meditación es necesario aparejar el corazón para este
santo ejercicio, que es como quien templa la vihuela para tañer.
Después de la
preparación se sigue la lección del paso que se ha de meditar en aquel día,
según el repartimiento de los días de la semana (como arriba lo tratamos). Lo
cual sin duda es necesario a los principios, hasta que el hombre sepa lo que ha
de meditar.
Después de la
meditación se puede seguir un devoto hacimiento de gracias por los beneficios
recibidos y un ofrecimiento de toda nuestra vida y de la de Cristo nuestro
Salvador, en recompensa de ellos.
La última parte es la
petición que propiamente se llama oración, en la cual pedimos todo aquello que
conviene, así para nuestra salud como para la de nuestros prójimos y de toda la
Iglesia.
Estas seis cosas
pueden entrevenir en la oración, y las cuales, entre otros provechos, tienen
también éste, que dan al hombre más copiosa materia de meditar, poniéndole
delante todas estas diferencias de manjares, para que si no pudiere comer de
uno, coma del otro, y para que si en una cosa se le acabare el hilo de la
meditación, entre luego en otra donde se le ofrezca otra cosa en qué meditar.
Bien veo que ni todas
estas partes ni esta orden es siempre necesaria, más todavía servirá esto a los
que comienzan, para que tengan alguna orden e hilo por donde se puedan al
principio regir. Y por esto, de ninguna cosa que aquí dijere, quiero que se haga
ley perpetua ni regla general; porque mi intento no fue hacer ley, sino
introducción para imponer a los nuevos en este camino, en el cual, después que
hubieren entrado, el uso y la experiencia, y mucho más el Espíritu Santo, les
enseñará lo demás.
DE LA PREPARACIÓN QUE
SE REQUIERE PARA ANTES DE LA ORACIÓN
Agora será bien que
tratemos en particular de cada una de estas partes susodichas, y primero de la
preparación que es primera de todas.
Puesto en el lugar de
la oración de rodillas, o en pie, o en cruz, o postrado, o sentado si de otra
manera no pudiese estar, hecha primero la señal de la cruz, recogerá su
imaginación y apartarla ha de todas las cosas de esta vida, levantará su
entendimiento arriba, considerando que lo mira Nuestro Señor. Y estará allí con
aquella atención y reverencia como que realmente le tuviese presente, y con un
general arrepentimiento de sus pecados (si es la oración de la mañana) dirá la
confesión general, y si es la oración de la noche, examinará su conciencia de
todo lo que aquel día ha pensado, hablado, obrado y oído, y del olvido que de
Nuestro Señor ha tenido, y doliéndose de los defectos de aquel día y de todos
los de la vida pasada, y humillándose delante de la Divina Majestad ante quien
está, dirá aquellas palabras del santo Patriarca (Gen.19,27): Hablaré a mi
Señor, aunque sea polvo y ceniza, y luego dirá aquellos versos del salmo
(Ps.122,1): A ti levanté mis ojos, que moras en los cielos. Así como los ojos de
los siervos están puestos en las manos de sus senores, y como los ojos de la
sierva en las manos de su señora, así están puestos nuestros ojos en Nuestro
Señor, esperando que haya misericordia de nosotros.
Ten misericordia de
nosotros, Señor, ten misericordia de nosotros, Gloria Patri, etc. Y porque no
somos, Señor, poderosos para pensar cosa buena de nuestra parte, sino que toda
nuestra suficiencia es de Dios, ni nadie puede invocar dignamente el nombre de
jesús sino con favor del Espíritu Santo. Por tanto, Ven, oh dulcísimo Espíritu,
y envía dende el cielo los rayos de tu luz. Ven, oh Padre de los pobres. Ven, oh
dador de las lumbres. Ven, lumbre de las corazones. Ven, consolador muy bueno y
dulce huésped de nuestra ánima y dulce refrigerio de ella. En el trabajo, su
descanso; en el ardor del estío, su templanza, y en las lágrimas, su consuelo.
Oh luz beatísima, hinche lo íntimo del corazón de tus fieles V. Emitte spiritum
tuum, et creabuntur. R. Et renovabis faciem terrae. Oratio. Deus qui corda
fidelium, etc.
Dicho esto, suplicará
luego a nuestro Señor que le dé gracia para que esté allí con aquella atención y
devoción, y con aquel recogimiento interior, y con aquel temor y reverencia que
conviene para estar ante tan soberana Majestad, y que así gaste aquel tiempo de
la oración, que salga de ella con nuevas fuerzas y aliento para todas las cosas
de su servicio, porque la oración que no pare luego este fruto muy imperfecta es
y muy de bajo valor.
DE LA
LECCIÓN
Concluida la
preparación, se sigue luego la lección de lo que se ha de meditar en la oración.
La cual no ha de ser apresurada ni corrida, sino atenta y sosegada; aplicando a
ella no sólo el entendimiento para entender lo que se lee, sino mucho más la
voluntad para gustar lo que se entiende. Y cuando hallare algún paso devoto,
deténgase algo más en él para mejor sentirlo; y no sea muy larga la lección,
porque se dé más tiempo a la meditación, que es tanto de mayor provecho, cuanto
rumia y penetra las cosas más despacio y con más afectos; pero cuando tuviere el
corazón tan distraído que no pueda entrar en la oración, puédese detener algo
más en la lección, o ayuntar en uno la lección con la meditación, leyendo un
paso y meditando sobre él, y luego otro de la misma manera; porque yendo de esta
manera atado el entendimiento a las palabras de la lección, no tiene tanto lugar
de derramarse por diversas partes como cuando va libre y suelto. Aunque mejor
sería pelear en desechar los pensamientos y perseverar y luchar (como otro Jacob
toda la noche) en el trabajo de la oración. Porque al fin, acabada la batalla,
se alcanza la victoria, dando Nuestro Señor la devoción u otra gracia mayor, la
cual nunca se niega a los que fielmente pelean.
DE LA
MEDITACIÓN
Se
sigue después de la lección la meditación del paso que habemos leído. Y ésta
unas veces es de cosas que se pueden figurar con la imaginación, como son todos
los pasos de la vida y pasión de Cristo, el juicio final, el infierno, el
paraíso. Otras es de cosas que pertenecen más al entendimiento que a la
imaginación, como es la consideración de los beneficios de Dios, de su bondad o
misericordia, o cualquiera otra de sus perfecciones.
Esta meditación se
llama intelectual, y la otra imaginaria. Y de la una y de la otra solemos usar
en estos ejercicios, según que la .materia de las cosas lo requiere. Y cuando la
meditación es imaginaria, habemos de figurar cada cosa de éstas de la manera que
ella es, o de la manera que pasaría, y hacer cuenta que en el propio lugar donde
estamos pasa todo aquello en presencia nuestra, porque con esta representación
de las cosas sea más viva la consideración y asentimiento de ellas, y aun
imaginar que pasan estas cosas dentro de nuestro corazón es mejor, que pues
caben en él ciudades y reinos, mejor cabrá la representación de estos misterios,
y ayudará esto mucho para traer el ánima recogida, ocupándose dentro de sí mismo
(como abeja dentro de su corcho) en labrar su panal de miel; porque ir con el
pensamiento a Jerusalén a meditar las cosas que allí pasaron en sus propios
lugares, es cosa que suele enflaquecer y hacer daño a las cabezas; y por esta
misma razón no debe el hombre hincar mucho la imaginación en las cosas que
piensa, por no fatigar con esta vehemente aprensión la naturaleza.
DEL HACIMIENTO DE
GRACIAS
Acabada la meditación
se sigue el nacimiento de gracias; para lo cual se debe tomar ocasión de la
meditación pasada, haciendo gracias a Nuestro Señor por el beneficio que en
aquélla nos hizo; como si la meditación fue de la Pasión, debe dar gracias a
Nuestro Señor, porque nos redimió con tantos trabajos; y si fue de los pecados,
porque esperó tanto tiempo a penitencia; y si de las miserias desta vida, por
las muchas de que lo ha librado; y si del paso de la muerte, porque lo libró de
los peligros de ella y esperó a penitencia. Y si de la gloria del paraíso,
porque le crió para tanto bien, y así de los demás.
Con estos beneficios
juntará todos los otros de que arriba tratamos, que son el beneficio de la
creación, conservación, redención, vocación, etcétera. Y así dará gracias a
Nuestro Señor, porque le hizo a su imagen y semejanza, y le dio memoria para que
se acordase de El; entendimiento, para que le conociese; voluntad, para que le
amase. Y porque le dio un Ángel que le guardase de tantos trabajos y peligros y
tantos pecados mortales, y de la muerte cuando estaba en ellos, que no fue menos
que librarlo de la muerte eterna; y porque tuvo por bien de tomar nuestra
naturaleza, y morir por nosotros. Y porque le hizo nacer de padres cristianos, y
le dio el sagrado bautismo, y en él le dio su gracia, y prometió su gloria, y le
recibió por hijo adoptivo. Y porque le dio armas para pelear contra el demonio,
y el mundo, y la carne, en el Sacramento de la Confirmación.Y porque le dio a sí
mismo en el Sacramento del Altar. Y porque le dio el Sacramento de la
Penitencia, para tornar a cobrar la gracia perdida por el pecado mortal, y por
las muchas buenas inspiraciones que siempre le ha enviado y envía, y por la
ayuda que le dio para orar y bien obrar y perseverar en el bien comenzado. Y con
estos beneficios junte los demás beneficios generales y particulares que conoce
haber recibido de Nuestro Señor. Y por éstos y todos los otros, así públicos
como secretos, dé todas cuantas gracias pudiere, y convide a todas las
criaturas, así del cielo como de la tierra, para que le ayuden a este oficio. Y
con este espíritu podrá decir, si quiere, aquel cántico (Dan.3,57): Benedicite
omnia opera Domini Domino, laudate, et superexaltate. O el salmo (Ps.102,1-4):
Benedic anima mea, Domino, et omnia quae intra me sunt nomini sancto ejus.
Benedic anima mea, Domino, et noli oblivisci omnes retributiones ejus. Qui
propiciatur omnibus iniquitatibus tuis, qui sanat omnes infirmitates tuas. Qui
redimit de interitu vitam tuam, qui coronat te in misericordia, et
miserationibus, etc.
DEL
OFRECIMIENTO
Dadas de todo corazón
al Señor las gracias por todos estos beneficios, luego, naturalmente, prorrumpe
el corazón en aquel afecto del profeta David, que dice (Ps.115,12): ¿Qué daré yo
al Señor por todas las mercedes que me ha hecho? A este deseo satisface el
hombre en alguna manera, dando y ofreciendo a Dios de su parte todo lo que tiene
y puede ofrecerle.
Y para esto
primeramente debe ofrecerse a sí mismo por perpetuo esclavo suyo, resignándose y
poniéndose en sus manos para que haga de él todo lo que quisiere en tiempo y en
eternidad, y ofrecer juntamente todas sus palabras, obras, pensamientos y
trabajos, que es todo lo que hiciere y padeciere para que todo sea gloria y
honra de su santo nombre.
Lo segundo, ofrezca al
Padre los méritos y servicios de su Hijo y todos los trabajos que en este mundo
por su obediencia padeció dende el pesebre hasta la Cruz, pues todos ellos son
hacienda nuestra y herencia que Él nos dejó en el Nuevo Testamento, por el cual
nos hizo herederos de todo este gran tesoro. Y así como no es menos mío lo dado
de gracia que lo adquirido por mi lanza, así no son menos míos los méritos y el
derecho que a mí me dio que si yo los hubiera sudado y trabajado por mí. Y por
esto, no menos puede ofrecer el hombre esta segunda ofrenda que la primera,
recontando por su orden todos estos servicios y trabajos y todas las virtudes de
su vida santísima, su obediencia, su paciencia, su humildad, su fidelidad, su
caridad, su misericordia, con todas las demás, porque ésta es la más rica y más
preciosa ofrenda que le podemos ofrecer.
DE LA
PETICIÓN
Ofrecida tan rica
ofrenda, seguramente podemos pedir luego mercedes por ella. Y primeramente
pidamos con gran afecto de caridad y con celo de la honra de Nuestro Señor, que
todas las gentes y naciones del mundo le conozcan, alaben y adoren como a su
único, verdadero Dios y Señor, diciendo de lo íntimo de nuestro corazón aquellas
palabras del Profeta (Ps.66,4-6): Confiésente los pueblos, Señor; confiésente
los pueblos. Roguemos también por las cabezas de la Iglesia, como son: Papa,
Cardenales, Obispos, con todos los otros Ministros y Prelados inferiores, para
que el Señor los rija y alumbre de tal manera, que lleven a todos los hombres al
conocimiento y obediencia de su criador. Y asimesmo, debemos rogar (como lo
aconseja San Pablo) por los reyes y por todos los que están constituidos en
dignidad, para que mediante su providencia vivamos vida quieta y reposada,
porque esto es acepto delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos
los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad. Roguemos también
por todos los miembros de su cuerpo místico, por los justos, que el Señor los
conserve, y por los pecadores, que los convierta, y por los difuntos, que los
saque misericordiosamente de tanto trabajo y los lleve al descanso de la vida
perdurable.
Roguemos también por
todos los pobres, enfermos, encarcelados, cautivos, etc. Que Dios, por los
méritos de su Hijo, los ayude y libre del mal.
Y después de haber
pedido para nuestros prójimos, pidamos luego para nosotros, y qué sea lo que le
habemos de pedir, su misma necesidad lo enseñará a cada uno, si bien se
conociere. Mas para mayor facilidad de esta doctrina, podemos pedir las mercedes
siguientes: Primeramente pidamos, por los méritos y trabajos de este Señor,
perdón de todos nuestros pecados y enmienda de ellos, y especialmente pidamos
favor contra todas aquellas pasiones y vicios a que somos más inclinados y más
tentados, descubriendo todas estas llagas a aquel médico celestial para que El
las sane y las cure con la unción de su gracia.
Lo segundo, pidamos
aquellas altísimas y nobilísimas virtudes en que consiste la suma de toda
perfección cristiana, que son: fe, esperanza, amor, temor, humildad, paciencia,
obediencia, fortaleza para todo trabajo, pobreza de espíritu, menosprecio del
mundo, discreción, pureza de intención, con otras semejantes virtudes que están
en la cumbre de este espiritual edificio; porque la fe es la primera raíz de
toda la cristiandad; la esperanza es el báculo y remedio contra las tentaciones
de esta vida; la caridad es fin de toda la perfección cristiana; el temor de
Dios es principio de la verdadera sabiduría; la humildad es el fundamento de
todas las virtudes; la paciencia es armadura contra los golpes y encuentros del
enemigo; la obediencia es muy agradable ofrenda, donde el hombre ofrece a sí
mismo a Dios en sacrificio; la discreción es los ojos con que el alma ve y anda
todos sus caminos; la fortaleza, los brazos con que hace todas sus obras, y la
pureza de intención, la que refiere y endereza todas nuestras obras a Dios.
Lo tercero, pidamos
luego otras virtudes que, además de ser ellas de suyo muy principales, sirven
para la guarda de estas mayores, como son: la templanza en comer y beber, la
moderación de la lengua, la guarda de los sentidos, la mesura y composición del
hombre exterior, la suavidad y buen ejemplo para los prójimos, el rigor y
aspereza para consigo, con otras virtudes semejantes.
Después de esto, acabe
con la petición del amor de Dios .y en ésta se detenga y ocupe la mayor parte
del tiempo, pidiendo al Señor esta virtud con entrañables afectos y deseos (pues
en ella consiste todo nuestro bien), y podrá decir así:
PETICIÓN ESPECIAL DEL
AMOR DE DIOS
Sobre todas estas
virtudes, dame, Señor, tu gracia, para que te ame yo con todo mi corazón, con
toda mi ánima, con todas mis fuerzas y con todas mis entrañas, así como tú lo
mandas. ¡Oh, toda mi esperanza, toda mi gloria, todo mi refugio y alegría! ¡Oh,
el más amado de los amados! ¡Oh, esposo florido, esposo suave, esposo melifluo!
¡Oh, dulzura de mi corazón! ¡Oh, vida de mi ánima y descanso alegre de mi
espíritu! ¡Oh, hermoso y claro día de la eternidad, y serena luz de mis
entrañas, y paraíso florido de mi corazón!¡ Oh, amable principio mío y suma
suficiencia mía!
Apareja, Dios mío,
apareja, Señor, una agradable morada para ti en mí, para que, según la promesa
de tu santa palabra, vengas a mí y reposes en mí. Mortifica en mí todo lo que
desagrada a tus ojos y hazme hombre según tu corazón. Hiere, Señor, lo más
íntimo de mi ánima con las saetas de tu amor, y embriágala con el vino de tu
perfecta caridad. ¡Oh! ¿Cuándo será esto? ¿Cuándo te agradaré en todas las
cosas? ¿Cuándo dejaré de ser mío? ¿Cuándo ninguna cosa fuera de ti vivirá en mí?
¿Cuándo arden tísimamente te amaré? ¿Cuándo me abrasará toda la llama de tu
amor? ¿Cuándo estaré todo derretido y traspasado con tu eficacísima suavidad?
¿Cuándo abrirás a este pobre mendigo y le descubrirás el hermosísimo Reino tuyo
que está dentro de mí, el cual eres tú con todas tus riquezas? ¿Cuándo me
arrebatarás y anegarás y transportarás y esconderás en ti, donde nunca más
parezca? ¿Cuándo, quitados todos impedimentos y estorbos, me harás un espíritu
contigo, para que nunca ya me pueda más apartar de ti?
¡Oh, amado, amado,
amado de mi ánima! ¡Oh dulzura, dulzura de mi corazón! ¡Óyeme, Señor, no por mis
merecimientos, sino por tu infinita bondad! Enséñame, alúmbrame, enderézame y
ayúdame en todas las cosas para que ninguna cosa se haga ni diga, sino lo que
fuere a tus ojos agradable. ¡Oh Dios mío, amado mío, entrañas mías, bien de mi
ánima! ¡Oh amor mío dulce! ¡Oh deleite mío grande! ¡Oh fortaleza mía, veladme;
luz mía, guiadme!
¡Oh Dios de mis
entrañas! ¿Por qué no te das al pobre? ¡Hinches los cielos y la tierra, y mi
corazón dejas vacío! Pues vistes los lirios del campo, y guisas de comer a .las
avecillas y mantienes los gusanos, ¿por qué te olvidas de mí, pues a todos
olvido por ti? ¡Tarde te conocí, bondad infinita! ¡Tarde te amé, hermosura tan
antigua y tan nueva! ¡Triste del tiempo que no te amé! ¡Triste de mí, pues no te
conocía! ¡Ciego de mí, que no te veía! ¡Estabas dentro de mí, y yo andaba a
buscarte por de fuera! Pues aunque te hallé tarde, no permitas, Señor, por tu
divina clemencia, que jamás te deje.
Y porque una de las
cosas que más te agradan y más hieren tu corazón es tener ojos para saberte
mirar, dame, Señor, esos ojos con que te mire; conviene saber: ojos de paloma
sencillos; ojos castos y vergonzosos; ojos humildes y amorosos; ojos devotos y
llorosos; ojos atentos y discretos, para entender la voluntad y cumplirla, para
que, mirándote yo con estos ojos, sea de ti mirado con aquellos ojos con que
miraste a San Pedro, cuando le hiciste llorar su pecado; con aquellos ojos con
que miraste al Hijo Pródigo, cuando le saliste a recibir y le diste beso de paz;
con aquellos ojos con que miraste al publicano, cuando él no osaba alzar los
ojos al cielo; con aquellos ojos con que miraste a la Magdalena, cuando ella
lavaba tus pies con las lágrimas de los suyos; finalmente, con aquellos ojos con
que miraste a la Esposa en los cantares, cuando le dijiste: Hermosa eres, amiga
mía; hermosa eres, tus ojos son de paloma, para que, agradándote de los ojos y
hermosura de mi ánima, le des aquellos arreos de virtudes y gracias con que
siempre te parezca hermosa.
¡Oh Altísima,
Clementísima, Benignísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, un solo Dios
verdadero, enséñame, enderézame y ayúdame, Señor, en todo! ¡Oh Padre
todopoderoso, por la grandeza de tu infinito poder, asienta y confirma mi
memoria en ti e hínchela de santos y devotos pensamientos! ¡Oh Hijo Santísimo,
por la eterna sabiduría tuya, clarifica mi entendimiento y adórnalo con el
conocimiento de la suma verdad y de mi extremada vileza! ¡Oh Espíritu Santo,
amor del Padre y del Hijo, por tu incomprensible bondad, traspasa en mí toda tu
voluntad y enciéndela con un tan grande fuego de amor, que ningunas aguas la
puedan apagar! ¡Oh Trinidad Sagrada, único Dios mío, y todo mi bien! ¡Oh si
pudiese yo alabarte y amarte como te alaban y aman todos los ángeles! ¡Oh si
tuviese yo el amor de todas las criaturas, cuán de buena gana te lo daría y
traspasaría en ti, aunque ni éste bastaría para amarte como tú mereces! Tú sólo
te puedes dignamente amar y dignamente alabar, porque tú sólo comprendes tu
incomprensible bondad, y así tú solo la puedes amar cuanto ella merece, de
manera que en sólo ese divinísimo pecho se guarda justicia de amor.
¡Oh María, María,
María, Virgen Santísima, Madre de Dios, Reina del cielo, Señora del mundo,
Sagrario del Espíritu Santo, Lirio de pureza, Rosa de paciencia, Paraíso de
deleites, Espejo de Castidad, Dechado de inocencia! Ruega por este pobre
desterrado y peregrino, y parte con él de las sobras de tu abundantísima
caridad. Oh vosotros, bienaventurados Santos y Santas, y vosotros,
bienaventurados espíritus, que así ardéis en el amor de vuestro Criador, y
señaladamente vosotros, Serafines, que abrasáis los cielos y la tierra con
vuestro amor, no desamparéis este pobre miserable corazón, sino ali mpiadlo,
como los labios de Isaías, de todos sus pecados, y abrasadlo con la llamada de
ese vuestro ardentísimo amor, para que sólo a este Señor ame, a Él sólo busque,
a El sólo repose y more en siglos de los siglos. Amen.
DE ALGUNOS AVISOS QUE
SE DEBEN TENER EN ESTE SANTO EJERCICIO
Todo lo que hasta aquí
se ha dicho sirve para dar materia de consideración, que es una de las
principales partes de este negocio, porque la menor parte de la gente tiene
suficiente materia de consideración, y así, por falta de ella, faltan muchos en
este ejercicio. Ahora diremos sumariamente la manera y forma que en esto se
podrá tener. Y aunque de esta materia el principal Maestro sea el Espíritu
Santo, pero todavía la experiencia nos ha mostrado ser necesarios algunos avisos
en esta parte, porque el camino para ir a Dios es arduo y tiene necesidad de
guía, sin la cual muchos andan mucho tiempo perdidos y descaminados.
PRIMER AVISO
Sea, pues, el primer
aviso éste: que cuando nos pusiéremos a considerar alguna cosa de las susodichas
en sus tiempos y ejercicios determinados, no debemos estar tan atados a ella,
que tengamos por mal hecho salir de aquella a otra, cuando halláremos en ella
más devoción, más gusto o más provecho, porque, como el fin de todo esto sea la
devoción, lo que más sirviere para este fin, eso se ha de tener por lo mejor.
Aunque esto no se debe hacer por livianas causas, sino con ventaja conocida.
Asimismo, si en algún paso de su oración o meditación sintiere más gusto o
devoción que en otro, deténgase en él todo el espacio que le durase este afecto,
aunque todo el tiempo del recogimiento se le vaya en eso. Porque como el fin de
todo esto sea la devoción (como dijimos), yerro sería buscar en otra parte, con
esperanza dudosa, lo que ya tenemos en las manos cierto.
SEGUNDO AVISO
Sea el segundo, que
trabaje el hombre por excusar en este ejercicio la demasiada especulación del
entendimiento, y procure de estar este negocio más con afectos y sentimientos de
la voluntad, que con discursos y especulaciones del entendimiento.
Porque sin duda no
aciertan este camino los que de tal manera se ponen en la oración a meditar los
Misterios Divinos, como si los estudiasen para predicar, lo cual más es derramar
el espíritu que recogerlo y andar más fuera de sí, que dentro de sí. De donde
nace que, acabada su oración, se quedan secos y sin jugo de devoción, y tan
fáciles y ligeros para cualquier liviandad como lo estaban antes. Porque en
hecho de verdad, los tales no han orado, sino parlado y estudiado, que es un
negocio bien diferente en la oración. Deberían los tales considerar que en este
ejercicio más nos llegamos a escuchar que a parlar. Pues para acertar en este
negocio, lléguese el hombre con corazón de una viejecica ignorante y humilde, y
más con voluntad dispuesta y aparejada para sentir y aficionarse a las cosas de
Dios que con entendimiento despabilado y atento para escudriñarlas, porque esto
es propio de los que estudian para saber, y no de los que oran y piensan en Dios
para llorar.
TERCER AVISO
El aviso pasado nos
enseña cómo debemos sosegar el entendimiento y entregar todo este negocio a la
voluntad; mas el presente pone también su tasa y medida a la misma voluntad,
para que no sea demasiada ni vehemente en su ejercicio, para lo cual es de saber
que la devoción que pretendemos alcanzar no es cosa que se ha de alcanzar a
fuerza de brazos (como algunos piensan), los cuales, con demasiados ahíncos y
tristezas forzadas y como hechizas, procuran alcanzar lágrimas y compasión
cuando piensan en la Pasión del Salvador, porque eso suele secar más el corazón
y hacerlo más inhábil para la visitación del Señor, como enseña Casiano. Y
además de esto suelen estas cosas hacer daño a la salud corporal, y a veces
dejan el ánimo tan atemorizado con el sinsabor que allí recibió, que teme tomar
otra vez al ejercicio como a cosa que experimentó haberle dado mucha pena.
Conténtese, pues, el hombre con hacer buenamente lo que es de su parte, que es
hallarse presente a lo que el Señor padeció, mirando con una vista sencilla y
sosegada y con un corazón tierno y compasivo y aparejado para cualquier
sentimiento que el Señor le quisiere dar lo que por Él padeció, más dispuesto
para recibir el efecto, que su misericordia le diere, que para exprimirlo a
fuerza de brazos. Y esto hecho, no se acongoje por lo demás, cuando no le fuera
dado.
CUARTO AVISO
De todo lo susodicho
podemos colegir cuál sea la manera de atención que debemos tener en la oración,
porque aquí principalmente conviene tener el corazón no caído ni flojo, sino
vivo, atento y levantado a lo alto. Mas así como es necesario estar aquí con
esta atención sea templada y moderada, porque no sea dañosa a la salud ni impida
a la devoción, porque algunos hay que fatigan la cabeza con la demasiada fuerza
que ponen para estar atentos a lo que piensan, como ya dijimos. Y otros hay que,
por huir de este inconveniente, están allí muy flojos y remisos y muy fáciles
para ser llevados de todos vientos. Para huir de estos extremos conviene llevar
tal medio, que ni con la demasiada atención fatiguemos la cabeza, ni con el
mucho descuido y flojedad debemos andar vagueando el pensamiento por do
quisiese. De manera que así como solemos decir al que va sobre una bestia
maliciosa que lleve la rienda tiesa, conviene saber, ni muy apretada ni muy
floja, porque ni vuelva atrás, ni camine con peligro, así debemos procurar que
vaya nuestra atención moderada y no forzada, con cuidado y no con fatiga
congojosa.
Mas particularmente
conviene avisar que al principio de la meditación no fatiguemos la cabeza con
demasiada atención, porque cuando esto se hace suelen faltar por adelante las
fuerzas, como faltan al caminante cuando al principio de la jornada se da mucha
prisa a caminar.
QUINTO AVISO
Mas entre todos estos
avisos, el principal sea que no desmaye el que ora, ni desista de su ejercicio
cuando no siente luego aquella blandura de devoción que él desea. Necesario es
con longanimidad y perseverancia esperar la venida del Señor, porque a la gloria
de Su Majestad y a la bajeza de nuestra condición y a la grandeza del negocio
que tratamos pertenece que estemos muchas veces elperando y aguardando a las
puertas de su palacio sagrado.
Pues cuando de esta
manera hayas aguardado un poco de tiempo, si el Señor viniere, dale gracias por
su venida; y si te pareciere que no viene, humíllate delante de Él, y conoce que
no mereces lo que no te dieron, y conténtate con haber allí hecho sacrificio de
ti mismo y negado tu propia voluntad y crucificado tu apetito y luchado con el
demonio y contigo mismo, y hecho a lo menos eso que era de tu parte. Y si no
adoraste al Señor con la adoración sensible que deseabas, basta que lo adoraste
en espíritu y en verdad, como Él quiere ser adorado (Io.4,23). Y créeme, cierto,
que éste es el caso más peligroso de esta navegación y el lugar donde se prueban
los verdaderos devotos, y que si de éste sales bien, en todo lo demás te irá
prósperamente.
Finalmente, si todavía
te pareciese que era tiempo perdido perseverar en la oración y fatigar la cabeza
sin provecho, en tal caso no tendría por inconveniente que, después de haber
hecho lo que es en ti, tomases algún libro devoto y trocases por entonces la
oración por la lección; con tanto que el leer fuese, no corrido ni apresurado,
sino reposado y con mucho sentimiento de lo que vas leyendo, mezclando muchas
veces en sus lugares la oración con la lección, lo cual es cosa muy provechosa y
muy fácil de hacer a todo género de personas, aunque sean muy rudas y
principalmente en este camino.
SEXTO AVISO
Y no es diferente
documento del pasado, ni menos necesario avisar que el siervo de Dios no se
contente con cualquier gustillo que halle en su oración (como hacen algunos que
en derramando una lagrimilla, o sintiendo alguna ternura de corazón, piensan que
han ya cumplido con su ejercicio). Esto no basta para lo que aquí pretendemos.
Porque así como no basta para que la tierra fructifique un pequeño rocío de
agua, que no hace más que matar el polvo y mojar la tierra por fuera, sino que
es menester tanta agua que cale hasta lo íntimo de la tierra y la deje harta de
agua para que pueda fructificar, así también es acá necesaria la abundancia de
este rocío y agua celestial para dar fruto de buenas obras. Pues por esto con
mucha razón se aconseja que tomemos para este santo ejercicio el más largo
espacio que pudiéramos. Y mejor sería un rato largo que dos cortos, porque si el
espacio es breve, todo él se basta en sosegar la imaginación y aquietar el
corazón, y después de ya quieto, levantámonos del ejercicio, cuando la
hubiéramos de comenzar.
Y descendiendo más en
particular a limitar este tiempo, paréceme que todo lo que es menos de hora y
media o dos horas es corto el plazo para la oración, porque muchas veces se pasa
más que media hora en templar la vihuela, y en quietar (como dije) la
imaginación, y todo el otro espacio es menester para gozar del fruto de la
oración. Verdad es que cuando este ejercicio se tiene después de algunos otros
santos ejercicios, como es después de maitines o después de haber oído o dicho
misa o después de alguna devota lección u oración vocal, más dispuesto se halla
el corazón para este negocio y (así como en leña seca) muy más presto se
enciende este fuego celestial. También el tiempo de madrugada sufre ser más
corto porque es el más aparejado de cuantos hay para este oficio. Mas el que
fuere pobre de tiempo por sus muchas ocupaciones, no deje de ofrecer su
cornadillo con la pobre viuda en el Templo (Lc.21,2), por que si esto no queda
por su negligencia, Aquel que todas las criaturas provee conforme a su necesidad
y naturaleza, proveerá a él también según la suya.
SÉPTIMO AVISO
Conforme a este
documento se da otro semejante a él, y es que cuando el alma fuere visitada en
la oración, o fuera de ella, con alguna particular visitación del Señor, que no
la deje pasar en vano, sino que se aproveche de aquella ocasión que se le
ofrece, porque es cierto que con este viento navegará el hombre más en una hora
que sin Él en muchos días. Así se dice que lo hacía San Francisco, de quien
escribe San Buenaventura en su vida que era tan particular el cuidado que en
esto tenía, que si andando camino lo visita nuestro Señor con alguna particular
visitación, hacía ir delante los compañeros y él estábase quedo hasta acabar de
rumiar y digerir aquel bocado que le venía del cielo. Los que así no lo hacen,
suelen comúnmente ser castigados con esta pena, que no hallen a Dios cuando lo
buscaren, pues cuando Él los buscaba no los halló.
OCTAVO AVISO
El último y más
principal aviso sea que procuremos en este santo ejercicio de juntar en uno la
meditación con la contemplación, haciendo de la una escalón para subir a la
otra, para lo cual es de saber que el oficio de la meditación es considerar con
estudio y atención las cosas divinas discurriendo de unas en otras para mover
nuestro corazón a algún efecto y sentimiento de ellas, que es como quien hiere
un pedernal para sacar alguna centella de él. Mas la contemplación es haber ya
sacado esta centella, quiero decir, haber ya hallado este efecto y sentimiento
que se buscaba, y estar con reposo y silencio gozando de él, no con muchos
discursos y especulaciones del entendimiento, sino con una simple vista de la
verdad, por lo cual dice un santo doctor que la meditación discurre con trabajo
y con fruto; mas la contemplación sin trabajo y con fruto; la una busca, la otra
halla; una rumia el manjar, la otra lo gusta; la una discurre y hace
consideraciones, la otra se contenta con una simple vista de las cosas, porque
tiene ya el amor y gusto de ellas; finalmente, la una es como medio, la otra
como fin; la una como camino y movimiento, y la otra como término de este camino
y movimiento.
De aquí se infiere una
cosa muy común, que enseñan todos los maestros de la vida espiritual (aunque
poco entendida de los que la leen), conviene saber, que así como alcanzado el
fin cesan los medios, como tomando el puerto cesa la navegación, así cuando el
hombre, mediante el trabajo de la meditación, llegare al reposo y gusto de la
contemplación, debe por entonces cesar de aquella piadosa y trabajosa
inquisición. Y contento con una simple vista y memoria de Dios (como si lo
tuviese presente), gozar de aquel afecto que se le da, ora sea de amor, ora de
admiración o de alegría o cosa semejante. La razón porque esto se aconseja es
porque, como el fin de todo este negocio consista más en el amor y afectos de la
voluntad que en la especulación del entendimiento, cuando ya la voluntad está
presa, y tomada de este afecto, debemos excusar todos los discursos y
especulaciones del entendimiento, en cuanto nos sea posible, para que nuestra
ánima con todas sus fuerzas se emplee en esto sin derramarse por los actos de
otra potencia. Y por eso aconseja un doctor, que así como el hombre se sintiere
inflamar del amor de Dios, debe luego dejar todos estos discursos y pensamientos
(por muy altos que parezcan), no porque sean malos, sino porque entonces son
impeditivos de otro bien mayor, que no es otra cosa más que cesar el movimiento
llegado el término y dejar la meditación por amor de la contemplación. Lo cual
señaladamente se puede hacer al fin de todo el ejercicio, que es después de la
petición del amor de Dios, de que arriba tratamos; lo uno, porque se presupone
ya entonces que el trabajo del ejercicio pasado habrá parido algún efecto y
sentimiento de Dios, pues (como dice el Sabio), más vale el fin de la oración,
que el principio (Eccles.7,7), y lo otro, porque después del trabajo de la
meditación y oración, es razón que el hombre dé un poco de huelga al
entendimiento y le deje reposar en los brazos de la contemplación, pues en este
tiempo deseche el hombre todas las imaginaciones que se le ofrecieren, acalle el
entendimiento, quiete la memoria y fíjela en Nuestro Señor, considerando que
está erg su presencia, no especulando por entonces cosas particulares de Dios.
Conténtese con el conocimiento que de Él tiene por fe y aplique la voluntad y el
amor, pues éste sólo le abraza, y en él está el fruto de toda la meditación, y
el entendimiento es casi nada lo que de Dios puede conocer y puédele la voluntad
mucho amar. Enciérrese dentro de sí mismo en el centro de su ánima donde está la
imagen de Dios, y allí esté atento a Él, como quien escucha al que habla de
alguna torre alta, o como que le tuviese dentro de su corazón, y como que en
todo lo criado no hubiese otra cosa sino sola ella o solo él. Y aun de sí misma
y de lo que hace se había de olvidar, porque, como decía uno de aquellos Padres,
aquélla es perfecta oración, donde el que está orando, no se acuerda que está
orando. Y no sólo al fin del ejercicio, sino también al medio y en cualquier
otra parte que nos tomare este sueño espiritual, cuando está como adormecido el
entendimiento de la voluntad, debemos hacer esta pausa y gozar de este beneficio
y volver a nuestro trabajo, acabado de digerir y gustar aquel bocado, así como
hace el hortelano cuando riega una era, que después de llena de agua detiene el
hilo de la corriente y deja empapar y difundirse por las entrañas de la tierra
seca lo que ha recibido, y esto ha hecho, torna a soltar el hilo de la fuente,
para que aún reciba más y más y quede mejor regada. Mas lo que entonces el ánima
siente, lo que goza la luz, y la hartura, y la caridad y paz que recibe, no se
puede explicar con palabras, pues aquí está la paz que excede todo sentido y la
felicidad que en esta vida se puede alcanzar.
Algunos hay tan
tomados del amor de Dios, que, apenas han comenzado a pensar en Él, cuando luego
la memoria de su dulce nombre les derrite las entrañas, los cuales tienen tan
poca necesidad de discursos y consideraciones para amarle, como la madre o la
esposa para regalarse con la memoria de su hijo o esposo, cuando le hablan de
él; y otros que no sólo en el ejercicio de la oración, sino fuera de él, andan
tan absortos y tan empapados en Dios, que de todas las cosas y de sí mismos se
olvidan por Él, porque si esto puede muchas veces el amor furioso de un perdido,
¿cuánto más lo podrá el amor de aquella infinita hermosura, pues no es menos
poderosa la gracia que la naturaleza y que la culpa? Pues cuando esto el ánima
sintiere, en cualquier parte de la oración que lo sienta, en ninguna manera lo
debe desechar, aunque todo el tiempo del ejercicio se gastase en esto, sin rezar
o meditar las otras cosas que tenía determinadas, si no fuesen de obligación,
porque así como dice San Agustín' que se ha de dejar la oración vocal cuando
alguna vez fuese impedimento de la devoción, así también se debe dejar la
meditación cuando fuese impedimento de la contemplación.
Donde también es mucho
de notar que así como nos conviene dejar la meditación por la afección para
subir de menos a más, así, por el contrario, a veces convendrá dejar la afección
por la meditación, cuando la afección fuese tan vehemente que se temiese peligro
a la salud perseverando en ella, como muchas veces acaece a los que, sin este
aviso, se dan a estos ejercicios y los toman sin discreción, atraídos por la
fuerza de la divina suavidad. Y en tal caso como éste, dice un doctor, que es
buen remedio salir a algún afecto de compasión, meditando un poco en la Pasión
de Cristo, o en los pecados y miserias del mundo, para aliviar y desahogar el
corazón.