Y la Palabra se hizo carne.
Juan 1,14.
Juan 1,14.
33. Hemos considerado el poder "salvador" del santo Nombre; debemos ir más lejos. En la proporción en que el Nombre crece en nosotros, nosotros crecemos en el conocimiento de los misterios divinos.
El santo Nombre no es sólo un misterio de salvación, ni la satisfacción de nuestras necesidades, ni el alivio de nuestras tentaciones, ni preparación para el perdón de nuestros pecados.
La invocación del Nombre es un poderoso medio de unión con nuestro Señor.
34. Podemos pronunciar el Nombre de Jesús para que Cristo habite... en [nuestros] corazones (Efesios 3,17).
Cuando su Nombre se forme en nuestros labios, será posible experimentar la realidad de su venida al alma:
Mira que estoy a la puerta y llamo;
si alguno oye mi voz y me abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Apocalipsis 3, 20).
si alguno oye mi voz y me abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Apocalipsis 3, 20).
Podemos sumergirnos en el Nombre y sentir que somos miembros del Cuerpo de Cristo y sarmientos de la verdadera vid. Permaneced en mí (Juan 15, 4).
Nada puede eliminar la diferencia entre Creador y creatura. Pero la encarnación ha hecho posible una verdadera unión del género humano y de nuestras mismas personas con el Señor, una unión que la repetición del Nombre de Jesús expresa y fortalece.
35. La Palabra se hizo carne. Jesús se hizo hombre y nos trajo la salvación. Él es el modelo a imitar: Revestíos más bien del Señor Jesucristo (Romanos 13,14).
Ungüento derramado es tu Nombre (Cantares 1, 3).
Si repetimos el Nombre con fe y amor, éste se convierte en una fuerza capaz de ayudarnos a vencer la ley del pecado que está en [nuestros] miembros (Romanos 7, 23).
...la plenitud del que lo llena todo en todo
(Efesios 1,23).
(Efesios 1,23).
36. Por el Bautismo somos hijos de Dios y hermanos de Jesús.
Pronunciar su nombre nos recuerda que por la fuerza del Espíritu Santo se ha operado un cambio, una transfiguración en nuestras vidas. Ahora somos hijos de la Luz.
El Nombre también es un instrumento por el cual obtenemos una visión más amplia de la relación de nuestro Señor con todo lo que Dios ha hecho.
37. Podemos reconocer en el universo natural la obra de las manos del Creador:
El, que hizo los cielos y la tierra (Salmo 134, 3).La naturaleza nos habla del amor de Dios.
Él es el creador y se hace presente a través de su creación.
La creación el símbolo visible de la invisible belleza divina:
Los cielos cuentan la gloria de Dios... (Salmo 19, 1).
Aprended de los lirios del campo... (Mateo 6, 28).
38. Cada ser viviente habla de su presencia. Si invocamos el Nombre de Jesús, les devolvemos esa dignidad primitiva que tan fácilmente olvidamos; la dignidad de seres vivientes que Dios crea y cuida:
Y el Señor Dios formó del suelo a todos los animales del campo
y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre
para ver cómo los llamaba (Génesis 2, 19).
y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre
para ver cómo los llamaba (Génesis 2, 19).
39.
Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber;
era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis;
enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme...
Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños,
a mí me lo hicisteis (Mateo 25, 35-37. 40).
era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis;
enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme...
Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños,
a mí me lo hicisteis (Mateo 25, 35-37. 40).
La oración no debería apartarnos de las necesidades de cada hombre o de las obligaciones cotidianas, laborales y familiares.
Tener siempre en nuestra mente su Nombre, nos fortalece para llevar su presencia transformadora a todos los ambientes que frecuentamos.
En la Transfiguración Jesús manifestó su divinidad a los discípulos, pero ellos debieron bajar de la montaña para servir y continuar con los quehaceres cotidianos.
Bajo el pretexto de que "nada debe distraernos de su Nombre", podemos correr el riesgo de apartarnos de la misión encomendada: Cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños... Si no vemos la presencia de Cristo en cada ser humano, es por nuestra falta de fe y nuestro duro corazón. Sus ojos estaban cegados y no podían reconocerlo (Lucas 24, 16).
El Nombre de Jesús es un medio concreto y poderoso para transfigurar a los hombres según su realidad escondida, más profunda y final.
Acerquémonos a todo hombre y mujer, en la calle, en la tienda, en la oficina, en la fábrica, en los medios de transporte, en la cola de un banco...; acerquémonos especialmente a aquellos que nos parecen irritantes y antipáticos, y hagámoslo con el Nombre de Jesús en el corazón y en los labios. Sirve a Cristo en ellos.
...para reunir todas las cosas en Cristo,
las del cielo y las de la tierra
(Efesios 1,10).
las del cielo y las de la tierra
(Efesios 1,10).
40. Al pronunciar el Nombre de Jesús, nos encontramos interiormente con todos los que están unidos a nuestro Señor, todos aquellos de los que él dijo:
Porque donde están dos o tres reunidos en mi Nombre,
allí estoy yo en medio de ellos (Mateo 18, 20).
allí estoy yo en medio de ellos (Mateo 18, 20).
41. Debemos encontrar a todos los hombres en el corazón de Jesús y en su amor. Debemos sumergir a todos los hombres en su Nombre y cobijarlos allí. No son necesarias largas listas de intercesiones. Podemos aplicar el Nombre de Jesús al nombre de tal o cual persona que pasa por una necesidad especial. Pero todos los hombres y todas las causas justas están congregados de antemano en el Señor. Adherirse a Jesús es hacerse uno con él en su solicitud y amorosa bondad
para con ellos.Adherirnos a la intercesión de nuestro Señor por ellos es mejor que implorar ante él en su favor.
para con ellos.Adherirnos a la intercesión de nuestro Señor por ellos es mejor que implorar ante él en su favor.
42. Donde está Jesús, allí está la Iglesia. Quien está en Jesús, está en la Iglesia. Si la invocación del santo Nombre es un medio de unión con nuestro Señor, también es un medio de unión con la Iglesia que está en él y a la que ningún pecado humano puede alcanzar. Esto no quiere decir que cerremos los ojos a los problemas de la Iglesia en la tierra, a las imperfecciones y a la desunión de los cristianos.
Ahora sólo nos interesa ese lado de la Iglesia que es eterno, espiritual, "sin mancha", y que está implícito en el Nombre de Jesús. Cuando se la considera de este modo, la Iglesia trasciende toda realidad terrena. Ninguna división puede desgarrarla. Jesús dijo a la samaritana:
Créeme, mujer, que llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Pero llega la hora –ya estamos en ella– en que los adoradores verdaderos adorarán en espíritu y verdad (Juan 4, 21. 23).
Hay una aparente contradicción en las palabras de nuestro Señor:
¿Cómo podría estar la hora aún por llegar y encontrarse ya aquí? Esta paradoja encuentra explicación en el hecho de que la samaritana se hallara entonces frente a Cristo. Por una parte, la oposición histórica entre Jerusalén y Garizim todavía existía, y Jesús, lejos de tratarla como una circunstancia sin valor, enfatizó la superioridad de Jerusalén:
Vosotros adoráis lo que no conocéis;
nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos
(Juan 4, 22).
nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos
(Juan 4, 22).
En ese sentido, la hora todavía no había llegado, sino que aún estaba en camino.
Por otra parte, ya era la hora porque la mujer tenía ante sí a aquel que es más grande que Jerusalén o Garizim, aquel que lo explicará todo (Juan 4, 25) y en quien cabalmente podemos adorar en espíritu y verdad (Juan 4, 24). La misma situación se plantea cuando, invocando el Nombre de Jesús, nos aferramos a su persona. Seguramente no creeremos que todas las contradictorias interpretaciones del Evangelio que oímos en este mundo sean igualmente verdaderas ni tampoco que los grupos cristianos divididos reciban idéntica medida de luz.
Pero, al pronunciar el Nombre de Jesús con todo el corazón, totalmente entregados a su persona y a sus reclamos, compartimos implícitamente la integridad de la Iglesia y así experimentamos su unidad esencial, más profunda que todas las separaciones humanas.
43. La invocación del Nombre de Jesús nos permite reencontrar en él a todos nuestros difuntos. Marta se equivocaba cuando, hablando de Lázaro, decía a nuestro Señor:
Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día (Juan 11, 24). Dejando de lado el presente, ella proyectaba toda su fe hacia el futuro. Jesús corrigió su error: Yo soy la resurrección y la vida (Juan 11, 25). La vida y la resurrección de los que han muerto no es meramente un hecho del futuro (aunque la resurrección de los cuerpos individuales sí lo sea).
La persona de Cristo resucitado es ya la resurrección y la vida de todos los hombres.
En vez de tratar de establecer –en nuestra oración, en nuestra memoria o en nuestra imaginación– un contacto espiritual directo con los que han muerto, hemos de tratar de llegar a ellos en Cristo, donde está ahora su vida verdadera. Podemos afirmar entonces que la invocación del Nombre de Jesús es la mejor oración por los difuntos. Al brindarnos la presencia de nuestro Señor, la invocación del Nombre nos los hace asimismo presentes. Y la unión del santo Nombre con el nombre de los que han muerto es nuestra obra de misericordia en su favor.
44. Estos difuntos, cuya vida está ahora escondida con Cristo, forman la Iglesia celestial. Ellos pertenecen a la Iglesia total y eterna, de la cual la Iglesia militante en la tierra no es sino una pequeñísima parte. En el Nombre de Jesús encontramos a todos los santos: Llevarán su Nombre en la frente (Apocalipsis 22, 4). En él encontramos a los ángeles; Gabriel fue el primero en anunciar el santo Nombre en la tierra, cuando dijo a María: Le pondrás por Nombre Jesús (Lucas 1, 31).
En él encontramos a la mujer bendita entre todas las mujeres a quien Gabriel dirigió esas palabras y quien tan a menudo llamó a su Hijo por ese Nombre.
¡Que el Espíritu Santo nos dé el deseo de escuchar el Nombre de Jesús como lo oyó por primera vez la Virgen María!
¡Que él nos haga repetir ese santo Nombre como Gabriel y María lo pronunciaron!
¡Que nuestra propia invocación del Nombre penetre en este abismo de adoración, obediencia y ternura!
Haced esto en memoria mía (Lucas 22,19).
45. El misterio que tuvo lugar en aquella sala... en el piso superior (Lucas 22,12) fue el resumen de toda la vida y la misión de nuestro Señor.
La eucaristía sacramental no entra en el ámbito de estas reflexiones. Pero hay un uso "eucarístico" del Nombre de Jesús en el cual todos los aspectos que hemos visto hasta ahora se congregan y unifican.
46. También nuestra alma es como una "sala en el piso superior" donde en cualquier momento puede celebrarse una invisible última cena. El Señor nos asegura secretamente, como lo hizo entonces;
Con ansia he deseado comer esta pascua con vosotros... (Lucas 22, 15).¿Dónde está la sala en que pueda comer la pascua con mis discípulos?
(Lucas 22, 11).
Haced allí los preparativos (Lucas 22, 12). Estas palabras no se aplican sólo a la última cena visible. También se aplican a la eucaristía interior, que, aunque espiritual, es muy real.
En la eucaristía visible Jesús es ofrecido bajo los signos de pan y vino.
En la eucaristía que tiene lugar en nosotros, su solo Nombre lo significa y designa.
De este modo convertimos la invocación del santo Nombre en eucaristía.
47. El sentido original de la palabra eucaristía es acción de gracias.
Nuestra última cena interior será ante todo una acción de gracias por el gran regalo, el regalo que nos hace el Padre en la persona de su Hijo.
Ofrezcamos sin cesar, por medio de él, a Dios un sacrificio de alabanza...
(Hebreos 13, 15).
(Hebreos 13, 15).
La Escritura explica inmediatamente la naturaleza de este sacrificio: Es decir, el fruto de los labios que celebran su Nombre (Hebreos 13, 15).
De esta manera queda relacionada la idea del Nombre con la acción de gracias. Al pronunciar el Nombre de Jesús, podemos no sólo dar gracias al Padre por habernos dado a su Hijo o por haber dirigido nuestra alabanza hacia el Nombre del Hijo mismo, sino que también nos es posible hacer del Nombre del Hijo la sustancia y el sustento del sacrificio de alabanza presentado al Padre, la expresión de nuestra gratitud y acción de gracias.
48. Toda eucaristía es un ofrecimiento. Y ellos ofrecerán al Señor ofrendas legítimas (Malaquías 3, 3). No podemos ofrecer al Padre nada mejor que la persona de su Hijo Jesús. Sólo esta ofrenda es digna del Padre. Nuestra ofrenda de Jesús a su Padre es una con la ofrenda que eternamente hace Jesús de sí mismo, porque ¿cómo podríamos nosotros solos ofrecer a Cristo? Para dar una forma concreta a nuestra ofrenda, probablemente encontremos útil pronunciar el Nombre de Jesús. Hemos de presentar el santo Nombre a Dios como si fuera pan y vino.
49. El Señor, en la cena, ofreció a sus discípulos pan que fue partido y sangre que fue derramada. Ofreció su vida que era entregada, su cuerpo y su sangre dispuestos para la inmolación. Cuando ofrecemos interiormente a Jesús a su Padre, hemos de ofrecerlo siempre como una víctima inmolada y a la vez triunfante:
Digno, es el cordero degollado de recibir... el honor, la gloria y la alabanza (Apocalipsis 5, 12). Pronunciemos el Nombre de Jesús con conciencia de que somos lavados y blanqueados por la sangre del cordero (Apocalipsis 7, 14).
Este es el uso sacrificial del santo Nombre. Ello no quiere decir que pensemos en un nuevo sacrificio de la cruz. El santo Nombre, usado sacrificialmente, es un medio para aplicarnos, aquí y ahora, los frutos de la oblación perfecta hecha de una vez por todas. Nos ayuda, en el ejercicio del sacerdocio universal, a hacer espiritualmente real y presente el sacrificio eterno de Cristo. El uso sacrificial del Nombre de Jesús nos recordará también que no podemos ser uno con Cristo, sacerdote y víctima, si no ofrecemos en él, en su Nombre, nuestra propia alma y nuestro cuerpo:
Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: "He aquí que vengo" (Hebreos 10,6-7).
50. No hay celebración de la Eucaristía sin comunión.La Comunión espiritual, es alimentarse por la fe del cuerpo y la sangre de Cristo sin recurrir a los elementos visibles del pan y el vino.
Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo... Yo soy el pan de vida (Juan 6, 33. 48).
Es el Espíritu el que da vida; la carne no sirve para nada (Juan 6, 63). Este modo interior, pero muy real, de acercarnos a nuestro Señor es diferente de toda otra forma de acercarse a su persona, porque hay en él un obsequio y un beneficio especiales, una gracia especial, una relación especial entre el Señor, considerado como el que alimenta y como el alimento mismo, y nosotros, que participamos de ese alimento, aunque lo hagamos invisiblemente.
Podemos pronunciar el Nombre de nuestro Señor con la intención especial de alimentar nuestras almas de él o, mejor dicho, de alimentarla del sagrado cuerpo y la preciosa sangre a los cuales tratamos de llegar por su intermedio.
Esta comunión podemos renovarla tan a menudo como lo deseemos. Lejos de nosotros el error de tratar ligeramente o de reducir la estima por la santa eucaristía tal como se la practica en la Iglesia. Pero es deseable que todos los que siguen el camino del Nombre experimenten que el Nombre de Jesús es alimento espiritual que da en comunión a las almas hambrientas el pan de vida. Señor, danos siempre de este pan (Juan 6, 34). En este pan, en este Nombre, nos encontramos unidos a todos los que comparten esta misma cena mesiánica:
Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan (1 Corintios 10,17).
51. A través de la eucaristía anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga (1 Corintios 11, 26). La eucaristía es participación del reino eterno.
Cada invocación del santo Nombre debería provocar una ardiente deseo de participar cotidianamente en la Misa y ser preparación a la reunión final con Jesús en su reino celestial.
Tal aspiración está relacionada con el fin del mundo y con la venida triunfal de Cristo, pero tiene una relación más estrecha aún con las ocasionales irrupciones de Cristo.
Hay una manera de decir "Jesús" que es pedido de este encuentro supremo, lanzamiento del corazón más allá de la barrera, que realizamos aquí y ahora. En esta manera de decir "Jesús" están implícitos la anhelante exclamación de Pablo:
Cuando aparezca Cristo, vida nuestra... (Colosenses 3, 4),
y el grito de Juan: !Ven, Señor Jesús! (Apocalipsis 20,22).
y el grito de Juan: !Ven, Señor Jesús! (Apocalipsis 20,22).
He visto al Espíritu Santo que bajaba del cielo
como una paloma y se quedaba sobre él (Juan 1, 32).
como una paloma y se quedaba sobre él (Juan 1, 32).
52. El Nombre de Jesús ocupaba un lugar preeminente en el mensaje y la acción de los apóstoles. Ellos predicaban en el Nombre de Jesús; curaban enfermos en su Nombre; decían a Dios:
Concede a tus siervos que realicen curaciones, señales y prodigios, por el Nombre de tu santo Siervo Jesús (Hechos 4, 29. 30).
A través de ellos fue glorificado el Nombre del Señor Jesús (Hechos 19, 17).
Pero sólo después de pentecostés anunciaron los apóstoles el Nombre con poder. Jesús les había dicho:
"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros" (Hechos 1, 8).
En este uso "pentecostal" del Nombre de Jesús encontramos evidencia clara de la relación existente entre el Espíritu y el Nombre. El uso pentecostal del Nombre no está restringido a los apóstoles. No solamente de ellos, sino de "todos los que creen", dijo Jesús:
En mi Nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas...,
impondrán las manos sobre los enfermos y los sanarán (Marcos 16,17-18).
impondrán las manos sobre los enfermos y los sanarán (Marcos 16,17-18).
Sólo nuestra falta de fe audaz y de caridad nos impide invocar el Nombre en el poder del Espíritu. Si seguimos verdaderamente el camino del Nombre, el tiempo llegará en que seamos capaces (sin orgullo y sin mirarnos a nosotros mismos) de manifestar la gloria de nuestro Señor y ayudar a otros hombres a través de "signos". Aquel creyente cuyo corazón se ha convertido en recipiente del santo Nombre, no debe vacilar en ir y repetir las palabras de Pedro a quienes necesiten consuelo espiritual o corporal:
No tengo plata ni oro; pero lo que tengo te lo doy: en Nombre de Jesucristo nazareno, levántate y camina (Hechos 3, 6)
¡Que el Espíritu de pentecostés venga sobre nosotros e inscriba en llamas el Nombre de Jesús!
53. El Nombre nos llevará hacia nuevas y más íntimas experiencias del Espíritu. Pronunciando el Nombre podemos vislumbrar la relación que existe entre el Espíritu y Jesús. Hay una actitud del Espíritu hacia Jesús y otra de Jesús hacia el Espíritu. Al repetir el Nombre de Jesús nos ubicamos, por así decirlo, en la encrucijada donde estos dos movimientos se encuentran.
54. Cuando Jesús fue bautizado, bajó sobre él el Espíritu en forma corporal, como una paloma (Lucas 3, 22). El descenso de la paloma es la mejor expresión de la actitud del Espíritu hacia nuestro Señor. De ese modo, al pronunciar el Nombre de Jesús tratemos de coincidir, si se nos permite expresarlo así, con el movimiento del Espíritu hacia Cristo, con el Espíritu que el Padre envía sobre Jesús, con el Espíritu que contempla a Jesús y viene a él. Unámonos, en tanto que una creatura puede unirse a una acción divina, a este vuelo de la paloma.
¡Quién me diera alas como a la paloma...! (Salmo 55, 7).
Unámonos a los sentimientos de ternura expresados por su voz: Se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra (Cantares 2, 12). Antes de interceder por nosotros con gemidos inefables (Romanos 8, 26), el Espíritu suspiró y suspira eternamente por Jesús. El libro del Apocalipsis nos presenta al Espíritu junto con la Esposa (que es la Iglesia), y ambos claman al Señor.
Cuando pronunciamos el Nombre de Jesús, podemos concebirlo como el suspiro y la aspiración del Espíritu Santo, como la expresión del deseo y el anhelo del Espíritu. Así se nos admitirá –de acuerdo con nuestra débil capacidad humana– al misterio de la relación de amor que existe entre el Espíritu Santo y el Hijo.
55. Jesús fue concebido en María del Espíritu Santo (Mateo 1, 20). Él fue durante toda su vida terrena (y todavía lo es) el perfecto receptor del don; él permitió que el Espíritu lo poseyera completamente y fue conducido por el Espíritu (Mateo 4, 1). El arrojó demonios por el Espíritu de Dios (Mateo 12, 28). El regresó del desierto por la fuerza del Espíritu (Lucas 4, 14). El declaró: El Espíritu del Señor está sobre mí (Lucas 4,18).
En todo esto Jesús manifiesta una humilde docilidad hacia el Espíritu Santo. Pronunciando el Nombre de Jesús podemos, en cuanto le es dado al hombre, hacernos uno con él en su entrega al Espíritu. Pero también podemos hacernos uno con él como con el punto de partida desde el que se envía el Espíritu a los hombres: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros (Juan 16, 15).
Podemos considerar al Nombre de Jesús como el foco desde el cual el Espíritu se irradia hacia la humanidad. Podemos considerar a Jesús como la boca que exhala al Espíritu. Así, al pronunciar el Nombre de Jesús nos asociamos con estos dos momentos: el Espíritu que llena a Jesús y Jesús que nos envía el Espíritu.
Crecer en la invocación del santo Nombre es crecer en el conocimiento del Espíritu de su Hijo (Gálatas 4, 6).
El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Juan 14,9).
56. Nuestra lectura del Evangelio será superficial mientras veamos en él sólo un mensaje dirigido a los hombres o una vida que se vuelve hacia ellos. El corazón mismo del Evangelio es la relación escondida de Jesús con el Padre. El secreto del Evangelio es Jesús que se entrega al Padre. Este es el misterio fundamental de la vida de nuestro Señor. La invocación del Nombre de Jesús puede darnos de este misterio una participación real, aunque débil y pasajera.
57. En el principio la Palabra existía (Juan 1, 1). La persona de Jesús es la Palabra viviente que el Padre pronuncia eternamente. Por especial dispensación divina, el Nombre de Jesús ha sido escogido para significar la Palabra viviente que pronuncia el Padre; podemos afirmar por ello que este Nombre comparte en algún grado esta acción eterna del Padre.
58. Nos toca ahora entrar humildemente en la conciencia filial de Jesús. Después de haber encontrado en la palabra "Jesús" la voz del Padre que dice: "¡Mi Hijo!", hemos de encontrar en ella al Hijo que dice: "¡Mi Padre!" Jesús no tiene otra meta que no sea la de dar a conocer al Padre y ser su Palabra. No sólo han sido todas las acciones de Jesús, durante su vida terrena, actos de perfecta obediencia al Padre:
Mi alimento es hacer la voluntad del Padre que me ha enviado (Juan 4, 34).
Nadie tiene mayor amor que el que da su vida (Juan 15, 13).
No sólo los actos de Jesús, sino también todo su ser, fueron la perfecta expresión del Padre.
Jesús es el resplandor de su gloria e impronta de su esencia (Hebreos 1,3).
La Palabra está dirigida hacia Dios (Juan 1, 1); la traducción "con Dios" no es precisa.
Es esta orientación eterna del Hijo hacia el Padre, su eterno volverse a él, lo que debemos experimentar en el Nombre de Jesús.
Hay más en el santo Nombre que este "volverse "al Padre. Al decir "Jesús", en cierta medida nos unimos al Padre y al Hijo; podemos llevar a cabo y hacer nuestra su unidad.
En el instante en que pronunciamos el santo Nombre, Jesús nos dice como a Felipe:
¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?...
Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí (Juan 14,10. 11).
Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí (Juan 14,10. 11).
...para que os vayáis llenando hasta la total plenitud...
(Efesios 3,19).
(Efesios 3,19).
59. Acabamos de considerar los principales aspectos de la invocación del Nombre de Jesús. Los hemos dispuesto de acuerdo con un tipo de escala ascendente, y pensamos que esta escala corresponde al progreso normal de la vida del alma. Sin embargo. Dios, que da el Espíritu sin medida (Juan 3, 34), sobrepasa todos nuestros límites.
Estos aspectos del Nombre se entremezclan; puede que un principiante sea conducido sin rodeos a la más elevada percepción del contenido del Nombre, mientras que alguien que ha velado el Nombre por muchos años tal vez no supere las etapas elementales.
No es esto lo que importa; lo único que importa es hacer lo que el Señor quiera que hagamos. El patrón que hemos seguido es, pues, en gran parte artificial y tiene un valor relativo.
60. Esto resultará evidente para quienquiera haya tenido alguna experiencia de todos los aspectos del Nombre aquí descritos. En esa etapa –llegar a la cual no implica necesariamente mayor perfección, pero sí a menudo algo de agudeza intelectual y espiritual, alguna rapidez de percepción y discernimiento en las cosas de Dios–, en esta etapa, decimos, se hace difícil, incluso molesto y tedioso, y algunas veces directamente imposible, concentrarse en este o aquel aspecto particular del Nombre de Jesús, por muy encumbrado que sea.
La invocación y la meditación del santo Nombre se vuelven entonces globales. Somos simultáneamente conscientes de todo lo que el Nombre implica. Decimos "Jesús" y encontramos descanso en la plenitud y en la totalidad del Nombre de nuestro Señor; somos incapaces de desarticular y aislar sus diversos aspectos, y sin embargo sentimos que todos ellos están allí, como un todo unificado.
El santo Nombre contiene entonces a Cristo íntegro y nos introduce en su presencia total.
61. Esta presencia total es más que la presencia de proximidad y más que la presencia de inhabitación de que ya hemos hablado. Ella es la donación de todas las realidades para las cuales nos hemos acercado al Nombre: la salvación, la encarnación, la transfiguración, la Iglesia, la eucaristía, el Espíritu y el Padre.
Entonces advertimos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad...
(Efesios 3, 18). Y también percibimos qué quiere decir
hacer todas las cosas uno en Cristo (Efesios 1, 10).
62. Esta presencia total es todo. El Nombre no es nada sin la presencia. El que es capaz de vivir constantemente en la presencia total de nuestro Señor no necesita del Nombre.
El Nombre es solamente un motivo y un sustento de la presencia. Puede llegar el momento, aun aquí en la tierra, en que debamos descartar el Nombre mismo y nos hayamos liberado de todo, menos del contacto vivo, sin nombre e impronunciable, con la persona de Jesús.
63. Cuando consideramos separadamente los aspectos o implicaciones del Nombre de Jesús, nuestra invocación se asemeja a un prisma que divide el rayo de luz blanca en los diversos colores del espectro. Cuando invocamos el "Nombre total" (y la presencia total), utilizamos el Nombre como esa lente que recibe y concentra la luz blanca. Por medio de la lente un rayo de sol puede encender una sustancia combustible. El santo Nombre es esta lente. Jesús es la luz abrasadora que el Nombre, actuando como una lente, reúne y dirige hasta que se enciende un fuego en nosotros: He venido a traer Fuego sobre la tierra... (Lucas 12, 49).
64. La Escritura promete a menudo una bendición especial para quienes invocan el Nombre del Señor. Podemos aplicar al Nombre de Jesús lo que se dice del Nombre de Dios. Entonces repetiremos: Vuélvete a mí y ten misericordia, como es tu norma con los que aman tu Nombre (Salmo 119, 132).
Y que el Señor diga a cada uno de nosotros lo que dijo de Saulo: Este es un instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre... (Hechos 9,15). Amén