Oración , Preghiera , Priére , Prayer , Gebet , Oratio, Oração de Jesus

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CATECISMO DA IGREJA CATÓLICA:
2666. Mas o nome que tudo encerra é o que o Filho de Deus recebe na sua encarnação: JESUS. O nome divino é indizível para lábios humanos mas, ao assumir a nossa humanidade, o Verbo de Deus comunica-no-lo e nós podemos invocá-lo: «Jesus», « YHWH salva» . O nome de Jesus contém tudo: Deus e o homem e toda a economia da criação e da salvação. Rezar «Jesus» é invocá-Lo, chamá-Lo a nós. O seu nome é o único que contém a presença que significa. Jesus é o Ressuscitado, e todo aquele que invocar o seu nome, acolhe o Filho de Deus que o amou e por ele Se entregou.
2667. Esta invocação de fé tão simples foi desenvolvida na tradição da oração sob as mais variadas formas, tanto no Oriente como no Ocidente. A formulação mais habitual, transmitida pelos espirituais do Sinai, da Síria e de Athos, é a invocação: «Jesus, Cristo, Filho de Deus, Senhor, tende piedade de nós, pecadores!». Ela conjuga o hino cristológico de Fl 2, 6-11 com a invocação do publicano e dos mendigos da luz (14). Por ela, o coração sintoniza com a miséria dos homens e com a misericórdia do seu Salvador.
2668. A invocação do santo Nome de Jesus é o caminho mais simples da oração contínua. Muitas vezes repetida por um coração humildemente atento, não se dispersa num «mar de palavras», mas «guarda a Palavra e produz fruto pela constância». E é possível «em todo o tempo», porque não constitui uma ocupação a par de outra, mas é a ocupação única, a de amar a Deus, que anima e transfigura toda a acção em Cristo Jesus.

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sábado, 9 de julho de 2011

La Oración Continua Hesicasta

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 Los Relatos de un Pelegrino Ruso ha alcanzado una gran difusión en la cultura occidental, facilitando a los católicos el conocimiento del Hesicasmo y de la Filocalia, como método y fundamento de oración del corazón. Su sencillez, la aleja por un lado de las disputas teológicas/racionalistas y por otro  lado del "socialismo cristiano" (centrado en activismo material), recordándonos el precepto paulino: "orad sin cesar". Mediante la oración continua tenemos presente a Jesús en cada instante de nuestras vidas, posibilitando la acción purificadora del Espíritu Santo, sobre nuestro  cuerpo (sensualidad, materialismo, etc.) y sobre nuestra  mente (egocentrismo, racionalismo, etc.). El fiel toma consciencia de su pequeñez, su insignificancia y que nada de lo que pueda hacer será en si mismo bueno, si no está enraizado en Dios, pues toda obra humana brota de la debilidad de la carne. Solo lo que viene de Dios es bueno y Jesús nos reveló en el Monte de los Olivos, que es a través de la oración como Dios obra en nosotros: 

"Entonces va Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: Sentaos aquí, mientras voy allá a orar.

37 Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia.
38  Entonces les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo.»
39  Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú.
40  Viene entonces donde los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: «¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?
41  Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.
42  Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: «Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad.
43  Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados.
44  Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
45  Viene entonces donde los discípulos y les dice: «Ahora ya podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores.
46  ¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad que el que me va a entregar está cerca."



En el sexto Relato, un monje lee el siguiente texto, el cual nos muestra el fundamento de la oración del corazón  "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi, pecador"

¿Cómo salvarse? Esta piadosa cuestión se suscita de forma natural en el espíritu de todo cristiano que se hace cargo de la naturaleza dañada y debilitada del hombre, y de lo que queda de su impulso original hacia la verdad y la virtud. Todo aquel que posee siquiera un mínimo grado de fe en la inmortalidad y en la recompensa en la otra vida, se enfrenta sin querer, al volver sus ojos al cielo, con el pensamiento: “¿Cómo he de salvarme?” Cuando trata de hallar una solución a este problema, inquiere de los sabios e instruidos. Luego, siguiendo su dirección, lee obras edificantes escritas sobre esta cuestión por autores espirituales, y se pone a seguir sin vacilar las verdades y reglas que ha leído y escuchado. Encuentra en todas estas instrucciones que constantemente se le presentan como condiciones necesarias para la salvación una vida piadosa y luchas heroicas contra sí mismo, que han de resultar en una decidida negación de sí. Esto debe llevarle a la ejecución de buenas obras y al constante cumplimiento de las Leyes de Dios, dando testimonio así de una fe firme e inquebrantable. Además, se le predica que todas estas condiciones deben necesariamente ser satisfechas con la mayor humildad y en combinación unas con otras. Puesto que como todas las buenas acciones dependen unas de otras, también deberían apoyarse mutuamente, completarse y fortalecerse entre sí, del mismo modo que los rayos del sol, que sólo revelan su fuerza y encienden la llama cuando son proyectados sobre un solo punto a través de una lente. De otro modo, el que en lo poco es infiel, también es infiel en lo mucho.


Además de esto, para inculcar en él la más profunda convicción de la necesidad de esta compleja y unificada virtud, escucha las más encendidas alabanzas a la belleza de la virtud, y oye censurar la vileza y miseria del vicio. Todo esto se le graba en la memoria por las promesas veraces, bien de recompensas sublimes y gozo bien de castigos atroces y desdicha en la vida futura. Este es el particular carácter de la predicación en los tiempos modernos. Guiado de este modo, el que desea ardientemente la salvación se dispone con toda alegría a llevar a cabo lo que ha aprendido, y a experimentar todo lo que ha oído y leído. Pero, ¡ay!, ya al primer paso se da cuenta de que le resulta imposible alcanzar su propósito. Prevé, y lo comprueba incluso por experiencia, que su naturaleza dañada y debilitada va a poderle a las convicciones de su mente; que su libre albedrío está sujeto; que sus inclinaciones son perversas; que su fuerza espiritual no es más que debilidad. Le llega así naturalmente el pensamiento:

“¿No ha de poderse hallar algún medio que permita cumplir lo que la Ley de Dios pide, lo que la piedad cristiana exige, y que todos aquellos que han alcanzado la salvación y la santidad hayan utilizado?” Como resultado de esto, y para conciliar en él las exigencias de la razón y la conciencia con la insuficiencia de su fuerza para satisfacerlas, acude una vez más a los que predican sobre la salvación, con la pregunta:

“¿Cómo he de salvarme? ¿Cómo se justifica esta incapacidad de satisfacer las condiciones para la salvación? ¿Son acaso los que predican todo lo que he aprendido lo bastante fuertes para cumplir con ellas inquebrant ablemente ellos mismos?” “Pide a Dios. Ruega a Dios. Ruega por Su ayuda”, se le dice. “Así, ¿no habría sido más provechoso, concluye el indagador, si para empezar, y siempre en toda circunstancia, hubiera hecho un estudio de la oración como el medio de cumplir con todo lo que la piedad cristiana exige y por el cual se alcanza la salvación?”

Y así, prosigue por el estudio de la oración: Lee; medita; estudia la enseñanza de aquellos que han escrito sobre el particular. Encuentra en ellos, ciertamente, muchos pensamientos luminosos, conocimientos muy profundos y palabras de una gran fuerza.

Uno discurre admirablemente sobre la necesidad de la oración; otro escribe sobre su fuerza, sus efectos benéficos; sobre la oración como deber, o sobre el hecho de que ella exige el celo, la atención, el fervor del corazón, la pureza de la mente, la reconciliación con los enemigos, la humildad, la contricción y el resto de condiciones necesarias. Pero, ¿qué es la oración, en realidad? ¿Cómo se reza verdaderamente?. Raramente se encuentra para estas preguntas, primordiales y urgentes como son, una respuesta precisa que pueda ser comprendida por todos, y de este modo, el que pregunta ardientemente sobre la oración se encuentra de nuevo ante un velo de misterio. Como resultado de sus lecturas, se atraiga en su mente un aspecto de la oración que, aunque piadoso, es sólo externo, y llega a la conclusión de que la oración es ir a la iglesia, persignarse, inclinarse, arrodillarse, leer salmos, cánones y acatistas. En general, esta es la idea que se hacen de la oración aquellos que no conocen los escritos de los Santos Padres acerca de la oración interior y la acción contemplativa. Finalmente, sin embargo, el buscador termina por encontrar el libro llamado La Filocalía, en el cual veintiocho Santos Padres exponen en forma comprensible el conocimiento científico de la verdad y de la esencia de la oración del corazón. Esto empieza a descorrer el velo que se alzaba ante el secreto de la salvación y de la oración. Ve que realmente rezar significa dirigir su pensamiento y su memoria sin descanso al recuerdo de Dios, andar en Su divina Presencia, despertar a Su amor por el pensamiento en Él, y unir el Nombre de Dios a la respiración y al latir del corazón. Él es guiado en todo esto por la invocación con los labios del santísimo Nombre de Jesucristo, o por la recitación de la Oración de Jesús, en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación, sin descanso. Estas luminosas verdades, al iluminar el espíritu del buscador y abrir ante él el camino hacia el estudio y la realización de la oración, le ayudan a pasar en seguida a poner en práctica estas sabías enseñanzas. Sin embargo, cuando lo intenta, se ve aún sujeto a dificultades hasta que un maestro experimentado le muestra, en el mismo libro, toda la verdad, es decir, que sólo la oración incesante es el medio eficaz para perfeccionar la oración interior y para salvar el alma. Es la frecuencia de la oración lo que constituye el fundamento de todo el método de la actividad salvadora y lo que mantiene su unidad. Como dice Simeón el Nuevo Teólogo, “el que ora sin cesar, une todo lo bueno en esto solo”. Así pues, en orden a exponer la verdad de esta revelación en toda su plenitud, el maestro la desarrolla del siguiente modo:

“Para la salvación del alma es necesaria, ante todo, una fe auténtica. La Sagrada Escritura dice: Sin la fe es imposible agradar a Dios2. El que no tiene fe será juzgado. Pero se puede ver en la misma Escritura que el hombre no puede alumbrar la fe en su interior, ni tan sólo del tamaño de un grano de mostaza; que la fe no viene de nosotros, sino que es un don de Dios. Es dada por el Espíritu Santo. Siendo esto así, ¿qué hay que hacer? ¿Cómo conciliar la necesidad de la fe en el hombre con la imposibilidad por parte de éste de producirla? El modo de hacerlo es revelado en las mismas Sagradas Escrituras: Pedid y se os dará. Los Apóstoles no podían suscitar por sí mismos la perfección de la fe en su interior, pero rogaban a Jesucristo: Señor: Acrecienta nuestra fe. He aquí un ejemplo de cómo obtener la fe. Muestra que la fe se alcanza por la oración. Para la salvación del alma, además de la fe, son necesarias las buenas obras, ya que la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta. Pues el hombre es juzgado por sus obras, y no por su sola fe. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos… no matarás; no adulterarás; no hurtarás; no levantarás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre y ama al prójimo como a ti mismo. Y hay que guardar todos estos mandamientos a la vez, porque quien observe toda la Ley, pero quebrante un solo precepto, viene a ser reEo de todos3. Así lo enseña el Apóstol Santiago. Y el Apóstol San Pablo dice, describiendo la debilidad del hombre, que por las obras de la Ley nadie será reconocido justo ante Él 4. Porque sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado… Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… Así pues, yo mismo, que con la mente sirvo a la Ley de Dios, sirvo con la carne a la ley del pecado5 .
¿Cómo ejecutar las obras prescritas por la Ley de Dios, si el hombre está sin fuerzas y no puede guardar los mandamientos? Él no tiene posibilidades de hacerlo hasta que pide por ello, hasta que reza para ello. Y no tenéis porque no pedís6 esa es la causa, nos dice el Apóstol. Y el propio Jesucristo dice: Sin mi no podéis hacer nada.

Y a propósito de hacerlo con Él, Él nos da esta enseñanza: Permaneced en mí y yo en vosotros… El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto. Pero estar en Él significa sentir continuamente Su presencia, rezar continuamente en Su nombre. Si me pidiereis alguna cosa en mi nombre, yo la haré. Así, la posibilidad de hacer buenas obras se alcanza sólo por la oración. Un ejemplo de esto puede verse en el propio San Pablo: Tres veces rezó para vencer la tentación, doblando la rodilla ante Dios Padre, para que Él le diese fuerzas en el hombre interior, y al fin se le ordenó por encima de todo rezar, y rezar continuamente para todo.
De lo que acaba de decirse se sigue que la entera salvación del hombre depende de la oración, y que por tanto ella es primordial y necesaria, ya que por ella se vivifica la fe y con ella se ejecutan todas las buenas obras. En una palabra, con la oración todo progresa con éxito; sin ella, ningún acto de piedad cristiana puede hacerse. Así pues, la condición de que ha de ser ofrecida incesantemente y en todo momento pertenece exclusivamente a la oración. Pues las otras virtudes cristianas tienen, cada una, su  propio tiempo. Pero en el caso de la oración, se nos manda una acción continua, ininterrumpida. Orad sin cesar. Es justo y conveniente rezar siempre, en todo lugar.

La oración verdadera tiene sus condiciones. Ha de ser ofrecida con una mente y un corazón puros, con ardiente celo, con aplicada atención, con temor y reverencia, con la más profunda humildad. Pero, ¿qué persona concienzuda dejará de admitir que está lejos de llenar estos requisitos; que ofrece su oración más por necesidad, por compulsión, que por inclinación, placer y amor por ella? Acerca de esto, también, la Sagrada Escritura dice que no está en el poder del hombre el guardar firme su espíritu, limpiarlo de pensamientos impuros, porque los pensamientos del hombre son malos desde su juventud, y que sólo Dios da otro corazón y otro espíritu, puesto que el querer y el obrar son de Dios. El mismo Apóstol San Pablo dice: Mi espíritu (es decir, mi voz) ora, pero mi mente queda sin fruto7 . Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene8afirma el mismo. De esto se sigue que somos incapaces por nosotros mismos de ofrecer la oración auténtica. Nosotros no podemos en nuestras plegarias revelar sus propiedades esenciales.

Si tal es la impotencia de todo ser humano, ¿qué hay aún posible para la salvación del alma del lado de la voluntad humana y de su fuerza? El hombre no puede adquirir la fe sin la oración, y lo mismo vale para las buenas obras. Y finalmente, ni siquiera el rezar está dentro de sus posibilidades. ¿Qué le queda, pues, por hacer? ¿Qué le queda para el ejercicio de su libertad y de su fuerza, a fin de que pueda no perecer sino salvarse?

»Cada acción tiene su cualidad, y esta cualidad Dios la ha reservado para Su propia voluntad y don. A fin de que la dependencia del hombre con respecto a Dios, la voluntad de Dios, pueda mostrarse con la mayor claridad y aquél pueda sumirse más profundamente en la humildad, Dios ha asignado a la voluntad y a la fuerza del hombre sólo la cantidad de la oración. Él ha mandado la oración incesante, el rezar siempre, en todo tiempo y en todo lugar. Aquí queda revelado el método secreto para alcanzar la oración verdadera y, al propio tiempo, la fe, el cumplimiento de los mandamientos de Dios y la salvación. Así pues, es la cantidad lo que se asigna al hombre, como su parte; la frecuencia de la oración es cosa suya, y está bajo la competencia de su voluntad. Esto es exactamente lo que los Padres de la Iglesia enseñan. San Macario el Grande dice que
en verdad rezar es el don de la gracia. Hesiquio dice que la frecuencia de la oración se convierte en un hábito y se hace una cosa natural, y que sin la frecuente invocación del Nombre de Jesucristo, es imposible purificar el corazón. Los venerables Calixto e Ignacio aconsejan la oración frecuente, continua del Nombre de Jesucristo antes que todas las prácticas ascéticas y las buenas obras, porque la frecuencia lleva incluso la oración imperfecta hasta la perfección. El bienaventurado Diádoco afirma que si un hombre invoca el Nombre de Dios tan a menudo como le sea posible, no caerá en pecado. ¡Qué experiencia y sabiduría hay aquí, y cuán próximas al corazón están estas instrucciones prácticas de los Padres! Con su experiencia y simplicidad arrojan mucha luz sobre los medios de llevar el alma a la perfección. ¡Qué contraste tan marcado con las instrucciones morales de la razón teórica! La razón discurre así: “Haz tal y tal buena acción; ármate de valor; usa tu fuerza de voluntad; persuádete considerando los felices resultados de la virtud, purifica tu mente y tu corazón de sueños mundanos, llena su lugar con meditaciones instructivas, haz el bien, y serás respetado y vivirás en paz; vive en la forma que tu razón y tu conciencia dicten.” Pero ¡ay!, aun con toda su fuerza, todo
esto no alcanza su propósito sin la oración frecuente, sin pedir la ayuda de Dios. 

Vayamos ahora a algunas otras enseñanzas de los Padres, y veremos lo que dicen sobre, por ejemplo, purificar el alma. San Juan Clímaco escribe: “Cuando el espíritu esté ensombrecido por pensamientos impuros, pon en fuga al enemigo con la repetición frecuente del Nombre de Jesús. No encontrarás ni en los cielos ni en la tierra arma más poderosa y eficaz que ésta.” San Gregorio el Sinaíta enseña así: “Sabed esto, que nadie puede controlar su mente por sí mismo; así pues, cuando surjan pensamientos impuros invocad el Nombre de Jesucristo a menudo y a intervalos frecuentes, y los pensamientos se aquietarán.” Qué método tan simple y fácil! Con todo, está probado por la experiencia. ¡Qué contraste con el consejo de la razón teórica, que pretende presuntuosamente llegar a la pureza por sus propios esfuerzos!.

Y una vez tomada nota de estas instrucciones basadas en la experiencia de los Santos Padres, llegamos a la verdadera conclusión: Que el método principal, el único, y uno muy fácil de alcanzar la meta de la salvación y de la perfección espiritual es la frecuencia y la ininterrupción de la oración, por débil que sea. Alma cristiana, si no encuentras en ti misma la fuerza de adorar a Dios en espíritu y en verdad, si tu corazón no siente aún el calor y la dulce satisfacción de la oración interior, entonces aporta al sacrificio de la oración lo que puedas, lo que esté dentro de las posibilidades de tu voluntad, lo que esté en tu poder. Familiariza, ante todo, al humilde instrumento de tus labios con la invocación piadosa, frecuente y persistente. Que ellos invoquen el poderoso Nombre de Jesucristo a menudo y sin interrupción. No es un gran esfuerzo, y está dentro de las posibilidades de todo el mundo. Esto es, también, lo que ordena el precepto del Santo Apóstol: Por Él ofrezcamos de continuo a Dios sacrificio de alabanza, esto es, el fruto de los labios que bendicen Su Nombre9.

Ciertamente, la frecuencia de la oración crea un hábito y se hace algo natural. Conduce a la mente y al corazón, de tiempo en tiempo, a un estado conveniente. Supongamos que un hombre cumple continuamente este solo mandamiento de Dios acerca de la oración incesante; pues bien, en esta sola cosa los habrá cumplido todos. Porque si ofrece la Oración sin interrupción, en todo momento y en toda circunstancia, invocando en secreto el santísimo Nombre de Jesús (aunque al principio puede que lo haga sin ardor ni celo espirituales, e incluso forzándose a ello), no tendrá tiempo entonces para conversaciones vanas, ni para juzgar a su prójimo, ni para inútiles pérdidas de tiempo en pecaminosos placeres de los sentidos. Todo mal pensamiento suyo encontraría resistencia a su desarrollo. Todo acto culpable que se propusiera no llegaría a realizarse tan fácilmente como con una mente desocupada. El mucho hablar y el hablar vano serian refrenados, y aun enteramente eliminados, y toda falta seria en seguida limpiada del alma por el poder de misericordia de la invocación frecuente del Nombre divino. El ejercicio frecuente de la oración haría que, a menudo, el alma se contuviera de cometer actos pecaminosos, y la llamaría a lo que constituye el ejercicio esencial de su arte, la unión con Dios. ¿Ves ahora cuán importante y necesaria es la cantidad en la oración? La frecuencia de la oración es el único método de conseguir la oración pura y verdadera. Es la mejor y más eficaz preparación a la oración, y el medio más seguro de alcanzar la meta de la oración, y la salvación. 

Para convencerte finalmente de la necesidad y fecundidad de la oración frecuente, advierte: Primero; que todo impulso y todo pensamiento encaminados a la oración sonobra del Espíritu Santo y la voz de nuestro ángel custodio; segundo, que el Nombre de Jesucristo invocado en la oración incluye un poder salutífero que existe y actúa por sí mismo, y por lo tanto no debes inquietarte por la imperfección o sequedad de tu oración; aguarda con paciencia el fruto de la invocación frecuente del Nombre divino. No prestes oídos a las insinuaciones insensatas y sin experiencia del mundo vano, de que una invocación tibia, aun cuando sea insistente, es una repetición inútil. ¡No! El poder del Nombre divino y su frecuente invocación darán el fruto a su tiempo. Cierto autor espiritual ha hablado maravillosamente acerca de esto. “Sé, dice, que a muchos supuestos espirituales y sabios filósofos, que buscan por doquier falsas grandezas y prácticas que aparezcan elevadas a los ojos de la razón y del orgullo, el simple ejercicio vocal, pero frecuente, de la oración, les parece algo de poca importancia, una ocupación trivial, una pequeñez incluso. Pero, infelices, se engañan a sí mismos, y olvidan la enseñanza de Jesucristo: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielo10 . Ellos elaboran por sí mismos una especie de ciencia de la oración, sobre las bases inestables de la razón natural. ¿Tenemos necesidad de mucha ciencia, o reflexión, o conocimiento para decir con un corazón puro: Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí? ¡Ah!, alma cristiana, haz de tripas corazón y no silencies la ininterrumpida invocación de tu oración, aun cuando puede que tu llamada salga de un corazón aún en guerra consigo mismo y medio lleno por el mundo.
No te preocupes. Sigue adelante con la oración, no dejes que enmudezca, y no te inquietes. Ella se irá purificando a sí misma por la repetición. Nunca dejes que tu memoria olvide esto: Mayor es Quien está en vosotros que quien está en el mundo11 . Dios es mayor que nuestro corazón, y conoce todas las cosas, dice el Apóstol. »

Y así, después de todos estos convincentes argumentos de que la oración frecuente, tan poderosa en toda flaqueza humana, es ciertamente accesible al hombre y depende enteramente de su propia voluntad, decídete a intentarlo, aunque sólo sea por un solo  día, al principio. Mantén vigilancia sobre ti mismo, y haz que sea tal la frecuencia de tu oración que, de las veinticuatro horas del día, mucho más tiempo lo pases ocupado con la piadosa invocación del Nombre de Jesucristo, que con otros quehaceres. Y este triunfo de la oración sobre los asuntos mundanales demostrará ciertamente a su tiempo que ese día no habrá sido perdido, sino que habrá procurado para la salvación; que en la balanza del Juicio divino, la oración frecuente pesa más que tus flaquezas y malas acciones y borra los pecados de ese día del libro de registro de la conciencia; que ella coloca tus pies sobre la escalera de la virtud y te da la esperanza de santificación en la otra vida.»

2 Heb., XI, 6.
3 Sant., II, 10.
4 Rom., III, 20.
5 Rom., VII.
6 Sant., IV, 2.
7 1 Cor., XIV, 14.
8 Rom., VIII, 26.
9 Heb., XIII, 15.
10 Mt., XVIII 3.
11 Jn., IV, 4.