El monaquismo interiorizado
Paul Evdokimov
La transmisión del testimonio
La crisis que el monaquismo está atravesando, un poco por todos lados, sugiere la idea de que un ciclo histórico se está ya terminando. Pero aquí más que en otros campos es necesario cuidarse de las simplificaciones y distinguir entre las formas provisorias y el principio permanente, entre la transmisión del mensaje esencial de los evangelios y la generación creadora de nuevos testigos de tal mensaje.
Se puede vislumbrar una transmisión de este tipo en los orígenes mismos del monaquismo. A partir del diácono Esteban, el testimonio hecho por la sangre se erige como signo de la más alta y significativa fidelidad. El ideal del mártir, de esta compañía gloriosa de amigos heridos del Esposo, de aquellos violentos que se adueñaron del cielo (cf. Mt 11,12) y en los cuales Cristo en persona combate, hace absolutamente única la espiritualidad de los primeros siglos. En el largo camino que lo conducía a su muerte gloriosa, Ignacio de Antioquía confesaba: “Ahora comienzo a ser discípulo… No me impidan nacer a la vida” [1]. Igualmente, para Policarpo los mártires son “ejemplos del verdadero amor… encadenados con las cadenas dignas de los santos, las cuales son las diademas de aquellos que verdaderamente han sido elegidos por Dios y por nuestro Señor” [2]. Por esto, Orígenes constata con cierta tristeza como el tiempo de paz es favorable a Satanás, que roba a Cristo sus mártires y a la Iglesia su gloria.
Configuración viviente a Cristo crucificado, el mártir lo invoca ofreciéndose a la contemplación del mundo, de los ángeles y de los hombres. La Iglesia canta:
Vuestros cuerpos son traspasados por la espada pero vuestro espíritu no podrá jamás ser arrancado del amor de Dios. Sufriendo con Cristo, vosotros sois consumidos por los carbones ardientes del Espíritu Santo. Heridos por el divino deseo, tus mártires, Señor, se alegran de sus heridas. Oktoikos griego (himno de resurrección).
“¿Podéis beber el cáliz que yo estoy por beber?, pregunta el Señor a los apóstoles (Mt 20,22). Es la respuesta a esta tremenda pregunta lo que hace al mártir semejante al cáliz eucarístico. El alma de un mártir es portadora de un modo del todo particular de la presencia de Cristo. Según una antigua tradición, todo mártir, en el momento de la muerte, escucha como resuena para él la palabra dicha por Jesús al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43) y entra inmediatamente en el Reino.
A pesar de que la tranquilidad de la vida de la Iglesia fuera custodiada, a partir del siglo IV, por un estatuto legal, la radicalidad de su mensaje no sufre ningún daño. El Espíritu Santo inventa inmediatamente el equivalente al martirio. De hecho, la herencia del testimonio que los mártires daban al “único necesario” (cf. Lc 10, 42) es recogida por el monaquismo. El bautismo de sangre de los mártires deja el lugar al bautismo de la ascesis de los monjes. La célebre Vida de Antonio, escrita por Atanasio de Alejandría, describe a este padre del monaquismo como el primero que llegó “a la santidad sin gustar el martirio” [3]. Aquel que escucha y responde a la llamada del evangelio se vuelve semejante a los apóstoles, afirma Simeón el Nuevo Teólogo: “Él puede, como Juan el evangelista, volverse a los hombres y narrar lo que ha visto en Dios. Lo puede y lo debe hacer, o mejor dicho, no puede dejar de hacerlo.” [4] En el tiempo de los padres, la expresión “hombre apostólico” designaba un carisma que realiza sin dificultad, cuando Dios lo pide, las promesas contenidas en el final del Evangelio de Marcos (cf. Mc 16, 14-20). El hombre ha caído más abajo de su persona, la ascesis monástica lo eleva más allá de sí mismo. La metanoia confiere transcendencia al segundo nacimiento del bautismo que hace ya operante la “pequeña resurrección”. El cuerpo espera aún la “gran resurrección”, pero el alma es ya inmortal.
Los textos litúrgicos llaman a los monjes isángheloi (“semejantes a los ángeles”), “ángeles terrestres y hombres celestiales”. La santidad monástica forja a este tipo de “gran parecido”, ícono viviente de Dios. Se puede decir que al menos aquí, frente a los compromisos del mundo, la metanoia, cambio total de toda la economía humana, perfecta metamorfosis del hombre, era lograda.
La tremenda Tebaida, cuna de tantos gigantes del espíritu, desierto árido, quemado, se levanta toda iluminada de la luz de ellos. Estos extraordinarios maestros enseñaban el arte precioso de vivir el evangelio. En el silencio de las celdas y de las cavernas, en la escuela de aquellos hombres instruidos directamente por Dios, se obraba lentamente el nacimiento de la nueva criatura. Es en el radicalismo de su fe, en su maximalismo escatológico, en su espera impaciente de la parusía, que el mundo encontraba su medida, el término de comparación, un canon de la existencia, la sal que elimina la insulsez. Con su aspiración a lo imposible, el monacato ha permanecido accesible a todo hombre y ha salvado al mundo de la más terrible presunción (la de quien tiene fe en sí mismo, vive según los propios dictámenes y se adora a sí mismo). En la formación del cristiano, rompiendo con toda tipología sociológica, el ascetismo monástico ha tenido un rol decisivo, pedagógico y de prevención. El culto de la oración y de la adoración, el arte del discernimiento de los espíritus y de los pensamientos escondidos, la educación en la atención espiritual, su estrategia para la lucha invisible lo elevan al ideal de pureza como el de un espejo, con el cual las personas podían confrontarse y evaluarse. La multitud acudía al desierto para contemplar al menos por un momento los estilos y se llevaba grabada en el alma aquella visión resplandeciente. Era ya un pre-ícono de la futura iconografía de los “gran parecidos”, a la imagen de Dios.
El carácter universal de la espiritualidad monástica.
El Padre G. Florovskij sostiene que “muy a menudo se olvida el carácter provisorio del monaquismo. Juan Crisóstomo admitía que los monasterios son necesarios porque el mundo no es cristiano. Si estuviese convertido, entonces la necesidad de una separación monástica habría desaparecido” [5]. La historia no le ha dado la razón al optimismo de Crisóstomo. El monaquismo continúa y tendrá un valor permanente y continuará dando seguramente su testimonio único hasta el fin del mundo.
Sin embargo, los bautizados son suficientemente cristianos como para comprender el mensaje del monaquismo y asimilarlo según su modalidad particular. El problema está todo aquí. Como en el pasado el martirio encontró el ámbito de su transmisión en la institución monástica, hoy da la impresión de que el monaquismo puede ser recibido en el contexto del sacerdocio universal de los laicos. El testimonio de fe cristiana en el mundo de hoy postula la vocación universal al monaquismo interiorizado.
La historia pasada presenta dos soluciones. La primera, monástica, predica una completa separación de la sociedad que vive según los valores del mundo y de los problemas políticos, económicos y sociológicos. Se trata en este caso de la huida al desierto y, más tarde, la existencia de comunidades autónomas que son capaces de satisfacer todas las necesidades de sus miembros. La república monástica del Monte Athos ofrece el ejemplo sugestivo de una forma de vida social autárquica, separada y, más bien, en cierto sentido, opuesta al mundo. Es muy claro que –con esta solución- no se llegará jamás a una participación universal de esta vocación: la solución monástica permanecerá muy limitada, sin poder proponerla a todos.
La segunda solución es el intento de cristianizar al mundo sin huir de él, de construir la ciudad cristiana. Las teocracias, tanto en oriente como en el occidente, son una manifestación de estos intentos maximalistas en la forma ambigua de los imperios y de los estados cristianos. El clamoroso fracaso de esta vía muestra que no se puede jamás imponer el evangelio desde arriba, prescribir la gracia como una ley.
¿Existe una tercera solución? Sin expresar un juicio prematuro, se puede al menos decir que ésta debería hacer propias las dos soluciones existentes, interiorizándolas y, esto significa asumir los principios más allá de cómo puedan ser sus configuraciones particulares. “Vosotros no sois de este mundo, aunque estáis en el mundo” (cf. Juan 17, 14-18). Afirmaciones de Jesús que preconizan un ministerio muy particular, el de ser signo, referencia al totalmente Otro. En el pasado era realizado de diversos modos y en distintos ambientes, mientras que actualmente parece que el signo se muestra más allá de la ciudad y del desierto, porque está llamado a trascender toda forma, para expresarse en todo lugar y en toda circunstancia.
El occidente ha canonizado al monaquismo y al laicado como dos formas de vida: una corresponde a los consejos evangélicos y la otra a los preceptos del evangelio. Lo “único necesario” se ha encontrado desde entonces como partido. Por una parte, los perfectos continúan avanzando en la vida espiritual y por otra están los débiles, aquellos que viven en la mediocridad. En esta línea, cierta concepción ascética del cristianismo justifica la vida conyugal sólo en la medida en la cual ésta genera vírgenes y puebla los conventos.
El carácter fundamentalmente homogéneo de la espiritualidad oriental ignora esta diferencia entre preceptos y consejos evangélicos. Es con la totalidad de sus exigencias que el evangelio se dirige a todos y a cada uno.
Cuando Cristo, dice Juan Crisóstomo, “ordena caminar por la vía estrecha, no se dirige sólo a los monjes, sino a todos los hombres… El seglar y el monje deben tender a una misma meta de perfección” [6].
Está claro que existe una única espiritualidad para todos, sin ninguna distinción en cuanto a las exigencias, sea uno obispo, monje o laico, y esta es la espiritualidad monástica [7]. Esta está formada por monjes-laicos, esto confiere al término “laico” un significado eminentemente espiritual y eclesial.
En efecto, según los grandes maestros, los monjes no son otros más que aquellos que quieren ser salvados, que conducen una vida según el evangelio, buscan lo único necesario y se hacen violencia en todo. Es evidente que estas palabras trazan con precisión la condición de todo creyente, incluso la del laico. Nilo de Ancira considera que todas las prácticas monásticas son impuestas también a las personas que viven en el mundo. Lo mismo vale para Juan Crisóstomo quien afirma: “Quien vive en el mundo no debe tener nada más de aquello que tiene el monje” [8]. “Verdaderamente tú te engañas bastante y te equivocas absolutamente si supones que una cosa se le exige al hombre del mundo y otra a quien es monje” [9]: ambos deberán de dar cuenta de las mismas cosas. La oración, el ayuno, la lectura de las Escrituras, la disciplina ascética se imponen a todos del mismo modo. Teodoro Estudita, en su carta a un dignatario bizantino, redacta el programa de la vida monástica y precisa: “No creáis… que todo lo que he dicho vale sólo para el monje y no también, enteramente e igualmente, para el laico” [10].
Cuando los padres hablaban, se dirigían a todos los miembros del cuerpo eclesial, sin ninguna distinción entre clero y laicado, hablaban al sacerdocio universal de los fieles. El actual pluralismo teológico, con las teologías del episcopado, del clero, del monaquismo, del laicado, eran desconocidos en el tiempo de los padres, y más bien habían sido incomprensibles para ellos. El evangelio en su entereza se aplica a cada problema particular de cualquier ámbito.
Por otra parte, algunas grandes figuras entre los monjes muestran una clara superación de los estados, así como de toda fórmula o forma predefinida. Esto vale, por ejemplo, para la figura luminosa de San Serafín de Sarov. No formó discípulos y no es tampoco un fundador de una escuela, sin embargo, es un maestro para todos, porque su testimonio de la ortodoxia supera todo lo que hace referencia a tipologías particulares, categorías, estilos, definiciones o límites. La alegría pascual que se irradia por él no proviene de su temperamento y hace resonar el canto de la ortodoxia misma. Con un lenguaje ordinario dice cosas extraordinarias, entrega lo que él ha recibido del Espíritu Santo. Después de una tremenda lucha, a la sombra de un silencio detrás del cual se oculta una vida que ningún hombre podría soportar, Serafín abandona las formas de vida extrema del eremita y del estilita y sale al encuentro del mundo. “Ángel terrestre y hombre celestial”, él trasciende al monaquismo mismo. En cierta medida no es más ni monje retirado del mundo, ni hombre que vive entre los hombres, sino es lo uno y lo otro, y juntos el supera a ambos, es esencialmente un testigo del Espíritu Santo. Lo dice a Nicolás Alejandro Motovilov, en su célebre dialogo:
No ha sido concedido sólo a ti ver la manifestación de esta gracia, sino también, a través de ti, al mundo entero. Permanece firme y serás útil para otros. En cuanto a nuestras condiciones diversas de monje y laico, no te preocupes… El Señor busca un corazón colmado de amor por él y por el prójimo: es este el trono sobre el cual él ama sentarse y manifestarse en la plenitud de su gloria. “Hijo, dame tu corazón, y el resto te lo daré en sobreabundancia” (Prov 23, 26). El corazón del hombre es capaz de contener al reino de los cielos… El Señor escucha tanto a un monje como a un hombre del mundo, un simple cristiano, con la condición que estos amen a Dios en lo profundo del corazón y tengan una fe auténtica, incluso si su fe no fuera más grande que un grano de mostaza (cf. Mt 13, 31-32), ambos serian capaces de trasladar montañas (cf. Mc 11, 23).[11]
Ambos, el monje y el laico, se erigen como signo y referencia al totalmente Otro.
Tikon de Zadonsk escribía en los mismos términos a la autoridad eclesiástica: “No estéis ansioso de multiplicar a los monjes. El hábito negro no salva. Quien lleva el hábito blanco [el del laico] y tiene un espíritu de obediencia, de humildad y de pureza, éste es un verdadero monje del monaquismo interiorizado” [12].
El monaquismo interiorizado del sacerdocio universal.
El sacramento de la unción crismal coloca a todo bautizado en la dignidad del sacerdocio universal de los laicos. Es una consagración total subrayada por el rito de tonsura, idéntico al del ingreso en el orden monástico. La oración recitada es: “Bendice a tu siervo que ha venido a ofrecerte como primicia la tonsura de los cabellos de su cabeza”, gesto simbólico que expresa la ofrenda de su vida y de todo su ser. El subrayado escatológico acentúa este significado del don definitivo: “El te da gloria y en todos los días de su vida tiene las visiones de los bienes de Jerusalén” El pasaje a través de la tonsura expresa el hecho de que cada laico es un monje del monaquismo interiorizado, sujeto a todas las exigencias del evangelio.
La unción de todas las partes del cuerpo está acompañada con la fórmula: “Sello del don del Espíritu Santo”. Por lo tanto es en todo su ser que cada laico recibe el sello de los dones, de las lenguas de fuego del pentecostés bautismal, que hace de él un ser enteramente carismático.
La oración ubicada en el corazón de la celebración del sacramento precisa la finalidad de sus dones: “Que se complazca de servirte en cada acto y en cada palabra”. Todo instante, toda acción y todo discurso están al servicio del rey: ministerio esencialmente eclesial.
En la oración con el santo crisma, el obispo pide: “Oh Dios, márcale con el sello del crisma inmaculado: llevarán en su corazón a Cristo para ser morada de la Trinidad”. Con el sello del Espíritu, el hombre es convertido en un “portador de Cristo” para ser morada de la Trinidad. Muy significativa es la elección de leer Mateo 28, 19: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos.” La orden del Señor se dirige entonces a cada cristiano confirmado y es para que pueda cumplirla que el sacramento le ofrece su gracia: “El debe predicar a los otros aquello que ha recibido en el bautismo”. Junto a los misioneros acreditados, todo confirmado es, por esto, en su modalidad particular, un “hombre apostólico”. Es a través de su vida y en su vida que él está llamado a ser testigo.
La idea de un pueblo pasivo es una evidente contradicción con la eclesiología patrística. Los laicos constituyen un ambiente eclesial que es mundo e iglesia al mismo tiempo. A través de su presencia activa en el mundo, estos seres santificados, sacerdotes en su sustancia (en virtud del sacerdocio ontológico de los laicos), estas “moradas trinitarias”, hacen en sus vidas la liturgia que se prolonga fuera de las murallas de los templos. Su habitación y lugar en donde trabajan asumen el valor de “iglesia doméstica”. Así pueden poner sobre toda realidad el nombre de Jesús, sello de una doxología incesante.
El infierno en el mundo moderno
“Hay dos ateísmos, uno de los cuales es purificación de la noción de Dios” [13]: si los cristianos tuviesen presente esta aguda observación de Simón Weil ganarían el equilibrio de su visión del mundo. Por otra parte, el realismo marxista pone claramente el problema del sentido de la historia. Es justamente en este mundo cerrado, en su sometimiento, que la parrhesía de una fe purificada está llamada a abrir una brecha para colmar la ausencia de valores con su plenitud: la “iglesia está llena de la Trinidad”, según la palabra de Orígenes [14].
El conformismo de los teólogos está constantemente intentando minimizar y suavizar los textos más explosivos de la Escritura. A la luz de estos últimos, está el maximalismo escatológico de los monjes que justifica en el modo más fuerte la historia. Pero aquellos que no aceptan unirse a esta condición angélica, a la cesación de la procreación y al paso inmediato al eón futuro, estos sí asumen la responsabilidad de la existencia histórica y de su significado, y sí asumen la tarea de denunciar el poder demoníaco y “orientar” el camino de la historia hacia el “Oriente”.
En el pasado, los eremitas que iban al desierto buscaban enfrentar al enemigo cara a cara. Hoy se asiste a una transposición del desierto, “morada de los demonios”, y éste se ubica en el corazón mismo de los pueblos que viven “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 2,12). Los monjes no tienen más necesidad de dejar el mundo, el eje de la lucha se ha desplazado y es la historia misma la que pone el problema del hombre escatológico, filius sapientiae, de la raza de Elías y de Juan el Bautista. No es más el tiempo de monjes que huyen del mundo, ni de constructores de la ciudad, sino de testigos, que Pablo define admirablemente como “los que han esperado con amor su manifestación” (2 Tm 4,8). Esta dimensión escatológica era central en la catequesis primitiva del bautismo. Juan Crisóstomo la formula claramente a propósito del sacramento del bautismo por inmersión: “La acción de descender en el agua y de salir de ella simboliza el descenso a los infiernos y la resurrección” [15]. Por eso, el bautismo no es solo morir y resucitar con Cristo sino que es también descender a los infiernos y llevar los estigmas de la soledad del Cristo sacerdotal, su ansia apostólica por el destino de los que eligieron el infierno. Según el Evangelio de Juan, Dios ha amado al mundo en su pecado, en su rebeldía, en su oposición infernal a él (cf. Juan 3, 16-18). Los padres de la Iglesia expresan muy bien este aspecto trágico del amor divino en el adagio: “Dios puede todo, salvo obligar al hombre a amarlo”. Consciente y atenta, sin querer juzgar nada anticipadamente, la Iglesia se abandona a la filantropía de Dios y redobla su oración por todos los vivos y por todos los muertos, deja sobre la balanza de la justicia, representada por la cruz, la caridad de sus santos.
“El reino de Dios está en medio de vosotros” (Lc 17, 21). Pero su irrupción significa que también su contrario, el infierno, está en medio de nosotros y dentro de nosotros.
Éste último no es más que el lugar del cual Dios está excluido: este infierno lo conocemos verdaderamente todos, es el mundo moderno en su ruptura con Dios y construido sobre el rechazo de él. Ahora, si por una parte los desesperados exploran las profundidades de Satanás, el evangelio llama a los creyentes a “desplazar las montañas” (cf. Mt 17,20). Quizás esta invitación significa desplazar las montañas infernales del mundo moderno de su nada hacia la realidad fulgurante del pentecostés-parusía. Para aquel que está atento y es sensible a la existencia del mundo, la experiencia del infierno es inmediata pero por otra parte inmediata también la posibilidad de emprender la ascensión hacia la casa del Padre.
El monaquismo, que está enteramente centrado sobre las realidades últimas, ha cambiado en el pasado la faz de la tierra. Hoy interpela a todos, a laicos como a monjes, y se pone como vocación universal. Se trata para cada uno de buscar una modalidad de adaptar los votos monásticos a la propia vida, un equivalente personal. Pero para comprenderlos es necesario recoger su origen evangélico.
Las tres tentaciones, las tres respuestas del Señor y los tres votos monásticos.
Los tres votos monásticos se presentan como la carta magna de la libertad humana. La pobreza libera de la influencia de la esfera material, es la transformación bautismal en una nueva criatura. La castidad libera de la influencia de la esfera carnal, es el misterio nupcial del ágape. La obediencia libera de la influencia idolátrica del yo, es la filiación divina en el Padre. Todos, monjes o no, le piden a Dios siguiendo la estructura tripartita del Padre nuestro: la obediencia únicamente a la voluntad del Padre; la pobreza de quien no tiene más que una única hambre, el del pan sustancial, eucarístico; y finalmente, la castidad, purificación del maligno.
En la época veterotestamentaria, cada vez que Israel, nómade y peregrino, encuentra a la civilización materialista de los “países instalados”, descubre allí las tres tentaciones: la adoración a los ídolos, contraria a la obediencia; la prostitución, contraria la castidad; la riqueza, contraria a la pobreza. Los profetas denunciaron y combatieron sin descanso el primado de la eficacia sobre la verdad, el éxito material y el poder a este ligado como criterio de valor, toda justificación mediante la fuerza. Todos principios que el mundo de hoy está recuperando. Pero los profetas, con todas sus fuerzas, han ido en dirección opuesta: han predicado la adoración al único Dios, la purificación del pueblo, el ejercicio de la caridad en el encuentro con el pobre. El Nuevo Testamento, en el relato de las tres tentaciones del Señor, vuelve sobre el mismo argumento y en esta ocasión en la forma de la suprema y definitiva revelación. El texto subraya: “Después de haber agotado toda tentación, el diablo se alejó” (Lc 4,13). El siervo de JHWH, el obediente, el pobre, que “no tiene dónde posar su cabeza” (Mt 8,20), el puro (“El príncipe del mundo no tiene ningún poder sobre mí” Juan 14,30), se va al desierto como el monje perfecto y proclama ubi et orbi la triple síntesis de la existencia humana.
El pensamiento patrístico atribuye a este relato un rol central entre los primeros acontecimientos evangélicos: Cristo ha venido a combatir los poderes que esclavizaban al hombre y el verdadero objeto de la narración es este sentido de liberación de su obra. Ya Justino relaciona las tentaciones del primer Adán con las del segundo, que indica en Cristo la actitud universal que debe tener cada hijo de Dios [16]. Del mismo modo, Orígenes vislumbra en este episodio el evento decisivo que da luz sobre la última lucha que el cristiano debe sostener: la puesta en juego, ni más ni menos, es de hacer a los hombres “mártires o idólatras” [17]. El subraya que las tentaciones representan la intención de hacer de Cristo un nuevo origen del pecado, de la misma importancia que el pecado original. Para Ireneo de Lyon las tentaciones no lograron hacer al hombre definitivamente prisionero. Desde entonces, la victoria estrepitosa de Jesús es un punto de referencia para la lucha de la Iglesia [18] y libera al verdadero fiel de toda influencia satánica: “He aquí, yo les he dado el poder de pisotear… todo el poder del enemigo” (Lc 10, 19).
Por lo tanto, los padres, desde el inicio, han visto en el relato de las tentaciones en el desierto el testamento espiritual del Jesús de los evangelios. En efecto, al arquetipo del hombre presente en la Sabiduría divina el tentador opone su contraprograma: el hombre de la sophía demoníaca. El desarrollo de toda la historia humana está presente en una síntesis impresionante en el cual es dicho todo, en el uno y en el otro sentido. Satanás presenta las tres soluciones infalibles para la existencia humana: el milagro alquimista de la piedra filosofal, el misterio de las ciencias ocultas con su poder ilimitado y finalmente la única autoridad unificadora.
Transformar las piedras en pan significa resolver definitivamente el problema económico, suprimir el sudor de la frente (cf. Gen 3, 19) y el esfuerzo ascético puesto en acto por la creación. Lanzarse de lo alto del templo significa suprimir el templo y la necesidad misma de la oración, poner en el lugar de Dios al poder mágico, vencer el principio de necesidad, apoderarse de los misterios y resolver definitivamente el problema del conocimiento. Ahora bien, un conocimiento-penetración sin límites significa lograr el sometimiento de los elementos cósmicos y carnales, la satisfacción inmediata de la concupiscencia, un tiempo hecho de pequeñas eternidades de placeres, la supresión de la castidad. Finalmente, reunir a todos los pueblos bajo un único poder significa resolver el problema político, suprimir la guerra, inaugurar una era de paz en el mundo.
El primer acto de este drama se consuma entre el Dios-hombre y Satanás. Si Cristo se hubiese postrado ante Satanás, Satanás se habría retirado del mundo, porque ante esto no habría habido más nada que hacer. Definitivamente esclava, la humanidad viviría sin conocer la libertad de elección, porque viviría más allá del bien y el de mal.
La tentación se hace sentir todavía una vez más con todo su peso en la oración del Señor en Getsemaní: “¡Padre mío, si es posible, pase lejos de mí este cáliz!” (Mt 26, 39). Esto que el Padre no hace, Satanás puede hacerlo: él ofrece la posibilidad muy concreta de alejar definitivamente el cáliz, de eludir la cruz. De ese modo, la tragedia de Dios y del hombre, se terminaría con un final feliz demoníaco.
Es necesario evaluar exactamente la entidad del adversario y captar el alcance del mal que obliga a Dios a dejar la cumbre del silencio y hacer oír el grito: “¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Es esta valoración la que hace a la tentación absolutamente real, sin sombra de ficción y sin puesta en escena. Dejando a la voluntad de Lucifer la libertad de pervertirse en maligno, Dios se ha puesto el problema si ser o no ser el único, con el riesgo de encontrarse solo, sufriente y abandonado. Al Dios comprometido en la historia, Satanás propone el mesianismo infalible, sin riesgo ni sufrimiento, fundado sobre la triple supresión de la libertad, sobre la triple esclavitud del hombre: la violación de su libertad mediante el milagro, el misterio y la autoridad [19].
El rechazo divino no cambia nada en la actitud del tentador: su proyecto será ahora presentado al hombre y es el segundo acto del drama el que condiciona la historia.
El tiempo cruel de las persecuciones obliga a invocar al advenimiento del imperio cristiano. La paradójica canonización de Constantino, declarado “santo”, comprueba el alcance positivo de su empresa, justificada dialécticamente con el principio de la “economía”. La Iglesia es impuesta al mundo pagano, obtiene una amplia recepción. ¿Saldrá vencedora? Este es otro problema. En esta confrontación una parte de ella se manchará las manos y otra las conservará limpias absteniéndose de todo compromiso: ambas son necesarias y se completan. Por lo demás, no será la Iglesia oficial, institucionalizada, la que dirá palabras de vida. Ella confiará esta tarea a los padres del concilio y, sobre todo, a los grandes monjes espirituales. El alcance del advenimiento del monaquismo está en esta libertad de espíritu de la cual saca ventaja una formación irregular de carismáticos, marginados respecto al mundo y a la Iglesia oficial.
Es necesario admitirlo, el sedicente “imperio cristiano” se edifica sobre las tres soluciones de Satanás, ciertamente no de manera integral y de forma consciente, pero con un entrelazamiento de luz y oscuridad, Dios y el Cesar, las sugestiones de Satanás y las confutaciones de Cristo. El imperio es ambiguo porque elude la cruz. Ningún estado cristiano, justamente en cuanto estado, ha sido jamás crucificado. Es sólo refiriéndose a la Iglesia que Santiago de Sarug hace la pregunta: “¿Qué esposa eligió alguna vez como esposo a un crucificado?”. En cambio, el hecho de desconocer el poder de protección de la cruz, deja a príncipes y políticos, sin defensas frente a las soluciones ventajosas de las tres tentaciones.
Es en este punto que el monaquismo hace su ingreso sobre la escena de la historia. Él es el “no” más categórico a todo compromiso, conformismo, complicidad con el tentador, que se oculta a veces detrás de la corona imperial y otras veces detrás de la mitra episcopal. Él es el “sí” a Cristo el que resuena en el desierto. No se insistirá jamás suficientemente sobre el carácter salvífico para la cristiandad del surgimiento del monacato.
Si el imperio se articula secretamente sobre las tentaciones de Satanás, el monaquismo se construye abiertamente sobre las tres respuestas inmortales de Cristo. Es extraño que la exégesis no haya jamás reconocido la triple palabra como piedra angular del monaquismo en su esencia. Los tres votos monásticos reproducen exactamente las tres respuestas de Jesús. Cristo-monje los cumple aceptando el cáliz y subiendo sobre la cruz “para destruir las obras del diablo” (1 Juan 3,8). Él ha anulado “el documento escrito en contra de nosotros que, con las prescripciones, nos era contrario: lo ha quitado del medio clavándolo en la cruz” (Col 2,14).
Cristo destruye el acto, el decreto satánico de la triple esclavitud, y anuncia por el acto de la cruz el decreto divino de la triple libertad. Pablo lo subraya con una fuerte advertencia al inicio del pasaje: “prestad atención que nadie haga de vosotros su botín” (Col 2,8), que no les substraigan aquella libertad de la cual la cruz es el excepcional anticipo. Todo monje es un portador de la cruz, un ser crucificado. Es también un pneumatóforo “(portador del espíritu”), porque la cruz es el poder triunfante del Espíritu Santo que manifiesta a Cristo crucificado. “Derrama la sangre y recibe el Espíritu”, recita un antiguo dicho monástico [20], que revela de este modo como todo monje debe ser la libertad hecha carne, el ícono del Espíritu Santo. Tales eran los primeros carismáticos, antes de la apertura del cristianismo a las grandes masas, con la consiguiente necesidad organizativa de someterle a la dura ley monástica. Solo aquellos que supieron hacer de esta ley una gracia correspondían a la auténtica grandeza del monaquismo. Trascendente respecto a cualquier institución, este permanece, esencialmente, un acontecimiento.
Las tres respuestas de Cristo han resonado en el silencio del desierto, `por esto es allí que los monjes se alejan para escucharla y recibirla como regla de la vida monástica en las forma de tres votos.
Gregorio Pálamas describe la tipología de los santos monjes: aquellos que “por la vida evangélica, han renunciado a la posesión de bienes [pobreza], a la gloria de los hombres [obediencia] y a los malos placeres del cuerpo [castidad]”; así, los perfectos “han llegado a la edad adulta según Cristo” [21]. En la carta a Pablo Asén sobre los hábitos y sus signos exteriores de los grados monásticos, Gregorio Pálamas aconseja “no simplemente un cambio de hábitos, sino un mejoramiento del modo de vivir” [22]. En las grandes figuras del monaquismo se puede observar la superación de todo principio formal, de toda exterioridad.
“La seduciré, la conduciré al desierto y le hablaré a su corazón” (Os 2,16). Este recorrido del “solo hacia el Solo” [23] es el primado de la anacoresis, del eremitismo sobre la forma cenobítica, una aristocracia del espíritu que se libera de todo, incluso de una comunidad y de sus reglas. Pero si se deja la sociedad es para reencontrar la libertad, para reencontrar mejor el mundo de los hombres.
Este nivel de libertad trasciende los confines de las instituciones y se ofrece en su significado universal como solución a la existencia humana. El monaquismo interiorizado del sacerdocio real encuentra su espiritualidad particular haciendo suyo el equivalente de los votos monásticos.
Un tiempo de fidelidad se expresa en la sangre de los mártires o en las proezas del desierto, espectáculo asombroso en su grandeza y visibilidad. En razón de esto, Juan Taulero observa agudamente: “Algunos sufren el martirio de una sola vez mediante la espada; otros conocen el martirio del amor que les corona interiormente” [24], de un modo que resulta invisible para los otros. En la hora en la cual se está concluyendo claramente la época constantiniana, el combate del rey cristiano deja el lugar al reino de los mártires (cf. Ap 20) y al heroísmo de los fieles en lo cotidiano, que no es forzosamente espectacular.
El voto de pobreza.
La respuesta del Señor: “No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4), muestra el pasaje de la antigua maldición (“Con el sudor de tu frente comerás el pan”: Gen 3, 19) a la nueva jerarquía de valores, al primado del espíritu sobre la materia, de la gracia sobre la necesidad. En la casa de Marta y María, Jesús realiza el paso de la comida material, del hambre físico, al banquete espiritual, al hambre de lo único necesario” (Cf. Lc 10, 38-42). La versión de las bienaventuranzas en el Evangelio de Lucas acentúa el cambio de las diversas situaciones: “Felices vosotros, los pobres… Felices vosotros, que ahora tenéis hambre” (Lc 6, 20-21). Incluso la pobreza física (“Con el sudor de tu frente”) no es más una maldición sino un signo de elección puesto sobre los humildes, los últimos y los pequeños, contrapuesto a los poderosos y a los ricos. Los “pobres de Israel” prontos a acoger el Reino, y más en general, los “pobres en espíritu” (Mt 5,3), reciben en don, por la gracia, el “pan de los ángeles”, la palabra del Padre descendida en el pan eucarístico.
La piedra que se convierte en pan de la primera tentación, milagro aparentemente banal, quita del medio ante todo al Pobre por excelencia, aquel que comparte su ser, su carne y su sangre eucarística. Así todo verdadero pobre con el “sudor de su corazón” comparte el propio ser. Tal pobreza era predicada por los padres de la Iglesia de la estatura de un Juan Crisóstomo como la única solución económica. El evangelio exige lo que ninguna doctrina política pide a sus adeptos. A nivel mundial, sólo una economía basada sobre la necesidad y no sobre el provecho tiene posibilidad del éxito pero implica sacrificios y renuncias. No se puede disfrutar de los bienes de un modo anárquico. Las verdaderas necesidades varían según las vocaciones pero esencial se encuentra en la independencia de la persona de toda posesión.
La ausencia de la necesidad de tener se convierte en necesidad de no tener. El espacio de la libertad desinteresada de las cosas restituye al espíritu la capacidad de amarle como don de Dios. Vivir en esto que es “dado por añadidura” significa vivir entre la miseria y lo superfluo. Incluso el ideal monástico no predica la pobreza formal sino una sabia moderación de las necesidades.
La medida de la pobreza, es siempre muy personal, exige una fantasía creativa y excluye el espíritu sectario reductico. El problema no es la privación sino el uso. En el ofrecimiento de un vaso de agua está la calidad del don, esto que justificará al hombre en el juicio final (cf. Mt 10, 42). Por este motivo Santiago predica el sentido de la limosna en estos términos: “Socorrer a los huérfanos y a las viudas en el sufrimiento (Sant 1,27). Y si no hay nada para compartir, está el ejemplo del ecónomo infiel de la parábola del evangelio, que distribuye las riquezas de su señor (el amor inagotable) para multiplicar los “amigos en Cristo”.
Aquel que no posee nada se vuelve como Simeón el Nuevo Teólogo, el “pobre animado de amor fraterno” [25]. Simeón, Ana, José, María son los “pobres de Israel”, en espera de la consolación pero son ya ricos en Dios porque el Espíritu Santo está sobre ellos (cf. Lc 2,25).
Así, por ejemplo, la virgen María “guardaba estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19), las ha hecho su mismo ser y el Espíritu Santo ha hecho de ella “don de consolación” y “puerta del Reino”.
El voto de castidad
“No tentarás al Señor tu Dios” (Cf. Lc 4, 12). Tentar es poner a prueba. Tentar a Dios significa probar hasta donde más se pueda su magnanimidad. ¿No ha pues creado al hombre a su imagen, como un “pequeño dios” (“vosotros sois dioses, sois todos hijos del Altísimo” Sal 82, 6)? El riesgo es que, consciente de la propia grandeza, este “pequeño dios” reivindique los atributos de su alta dignidad. Tentar al Señor, en este caso, significa servirse de Dios, de un poder igual al de Dios, para satisfacer todos los propios deseos.
En la segunda tentación, lanzarse de lo alto (cf. Mt 4, 5-6) no equivale a la empresa de Icaro. Este último no era más que un símbolo particular del dominio de los elementos del cosmos. La tentación ambiciona el poder infinitamente más vasto del cual habla Lucas: “He aquí, yo les he dado poder de caminar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo el poder del enemigo: nada podrá dañarlos” (Lc 10, 19). Este poder incluye el dominio sobre el espacio: lanzarse del pináculo del templo, vencer la pesadez terrestre, dominar el cielo astronómico y los espíritus. Jesús dirá a los suyos: “No os alegréis… porque los demonios se someten a ustedes – la sumisión de los ángeles de la cual habla Satanás-; alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10, 20). El nombre designa la persona. El texto habla de la alegría de verse admitidos en el cielo espiritual de la presencia divina: es el mensaje de la libertad de los hijos de Dios y de su poder celestial contrapuesto a toda tentación del poder mágico.
En las manos de los jefes, este poder de la magia suscita el eros colectivo de la multitud. Hipnotiza, fascina y domina. Para todos es el poder sobre el espacio y por tanto sobre aquello que este contiene, sobre el plano material. La magia viola el misterio de la naturaleza, profana la sacralidad del cosmos como creación de Dios.
Se recuerda la estrechísima relación entre lo femenino y lo cósmico (toda la gama de los misterios paganos, prefiguraciones del culto de la Virgen: “Tierra feliz, Tierra prometida, Mies abundante”, nombres litúrgicos que son símbolos cósmicos de la nueva Eva, Virgen y Madre). Este misterioso vínculo explica el mandamiento de no tentar a Dios, de no manchar y profanar la castidad, nociones que supera el ámbito fisiológico y expresa la estructura casta, entera, íntegra del espíritu humano. Es el carisma del sacramento del matrimonio, pero también, de modo más general, tal imperativo sugiere el sentido de la sacralidad inviolable en su espera de la salvación, que viene del hombre casto. El poder de la castidad está en las antípodas del poder mágico y expresa el retorno al verdadero poder sobrenaturalmente natural del paraíso [26]. “No pondrás a prueba al Señor tu Dios” (Lc 4, 12) quiere decir entonces: no harás de tu semejanza con Dios cómplice de tus pasiones, en la anticastidad.
Orígenes habla de castidad del alma [27], los padres del desierto de purificación del corazón. A esta pubertad espiritual llegaron los monjes que en un tiempo estaban casados. Ya en esto se ve una trascendencia de la mera condición fisiológica.
El amor casto busca el corazón que permanece virgen, más allá de las condiciones físicas. Según la Biblia esto es “conocimiento” total de dos seres, una conversación de espíritu a espíritu, donde el cuerpo aparece prodigiosamente como vehículo espiritual. Por esto el Apóstol recomienda: “Cada uno de ustedes sepan tratar al propio cuerpo con santidad y respeto” (1 Ts 4,4). Como una materia pura, adaptada al uso litúrgico, el hombre casto es enteramente, alma y cuerpo, la materia del sacramento del matrimonio con la santificación cultual de su amor. El carisma del sacramento obra el trascender del para sí hacia la transparente presencia del uno para el otro, del uno hacia el otro, para al final ofrecerse juntos, como un único ser, a Dios.
La castidad –sophrosýne- integra todos los elementos del ser humano en un conjunto virginal interior al espíritu y por esto Pablo en la primera carta a Timoteo habla de la salvación de todas las madres por medio de la castidad (cf. 1 Tm 2, 15). Pablo interioriza el tema de la circuncisión de la carne hasta hablar del corazón incircunciso (cf. Rm 2, 26-29). El mismo valor para la castidad presentará en la dimensión interior: quien no es espiritual hasta en su carne se vuelve carnal en su espíritu [28], y también: “De pocos es la virginidad en sentido físico, de todos debe ser la virginidad del corazón” [29].
El amor penetra a la raíz misma del instinto y “cambia la naturaleza de las cosas”, dice Juan Crisóstomo [30]. Esto eleva la finalidad empírica al nivel de la finalidad creada por el espíritu, la hace una fuente pura de alegría inmaterial.
La educación iconográfica purifica la imaginación, enseña el “ayuno de los ojos”, para poder contemplar castamente la belleza. En la belleza de un cuerpo está el alma que constituye la forma, y en la belleza del alma está la imagen de Dios, esto que nos arroba. La sabiduría islámica lo ha comprendido bien: “El paraíso del gnóstico fiel es su mismo cuerpo y el infierno del hombre sin fe ni gnosis está igualmente en su cuerpo”[31].
El obispo Nonno de Edesa, contemplando la belleza de una bailarina (Pelagia, futura santa) “elevó grandes alabanzas al Creador por ella y el sólo mirarla bastó para incitarlo al amor de Dios y a hacerle derramar un río de lágrimas… ¡Si un hombre así -dice Juan Clímaco- prueba siempre estos sentimientos… ha ya resucitado a la incorruptibilidad, antes de la resurrección universal!” [32]
La imaginación erótica deteriora al espíritu con una inextinguible sed infernal. Por el contrario, el signo de la castidad, según Clemente de Roma, se tiene cuando un cristiano mirando una mujer no tiene nada de carnal en su mente. “Oh mujer singular, tú eres para mi toda la especie”, dice el poeta de la “única”, y canta la castidad del amor conyugal.
La historia de Tobías describe maravillosamente la victoria sobre la concupiscencia. El nombre del ángel, Rafael, significa “el medicamento de Dios”, él es la castidad presente en cada amor magnus, cuando se ha inflamado del fuego devorador del Eterno (cf. Ct 8,6).
Nicolás Berdjaev subraya mucho la dimensión interior de la castidad:
El amor está llamado a vencer la carne del hombre viejo y a descubrir una nueva, en la cual la unión de los dos no será la “pérdida” de la virginidad sino su “cumplimiento”, es decir, su integridad. Es únicamente en este punto incandescente que puede nacer la transfiguración del mundo. [33]
La respuesta a la tentación de lanzarse de lo alto del templo, que significa desacralizarlo, hacerlo inútil, la respuesta a esta concupiscencia que lleva a adueñarse del poder que este simboliza y posee realmente, al punto de someter incluso a los ángeles, es la castidad. Lanzarse de lo alto del templo designa un movimiento de lo alto hacia lo bajo, del cielo hacia el infierno, y es exactamente el itinerario de Lucifer, la caída provocada por la concupiscencia [34]. La castidad es en cambio una ascensión, el itinerario del Salvador, de los infiernos al reino del Padre. Es también la ascensión interior hacia la cercanía ardiente de Dios. Es en el interior del propio espíritu que sucede este salto hacia la presencia de Dios y la castidad no es más que uno de los nombres del misterio nupcial del Cordero.
El voto de obediencia
“Al Señor, tu Dios, adorareis; a él solo daréis culto” (Lc 4,8; cf. Dt 6, 13). La definición litúrgica del hombre, el ser del Trisàghion y del Sanctus, elimina toda pasividad. La verdadera obediencia en Dios implica la suprema libertad, siempre creativa. Cristo lo muestra en su modo de relacionarse con la Ley: la puerta a su pleno cumplimiento, la eleva a la misteriosa verdad de su ser gracia. Del mismo modo, la forma negativa, restrictiva del decálogo: “Tú no harás….”, llega a realizarse en plenitud cuando deja espacio a las bienaventuranzas, a la creatividad positiva y sin límites de la santidad. La obediencia en el evangelio es receptiva de la verdad, que es esencialmente liberadora. Para esto Dios no da órdenes, sino que lanza un llamado, invita: “Escucha Israel”, “Si alguno quiere…”, “Si quieres ser perfecto…”. Es una invitación a reencontrar la libertad: “Si uno viene a mí y no odia a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas e incluso la propia vida…”(Lc 14, 26) [35]. El adjetivo posesivo aquí es indicio de una falta de libertad, el verbo “odiar” significa liberarse y encontrar la verdadera castidad, que no es posesiva.
Una enseñanza luminosa viene de la escuela de los padres espirituales que ponen en guardia del peligro que se corre buscando una ayuda espiritual. Más grande es la autoridad de un padre, más difícil es suprimirla. El discípulo que formula bien el único objetivo de su pedido de ayuda al padre espiritual dirá: “Padre mío, dime una palabra, para que yo me salve por medio de ella” [36]. Abba Poimen precisa que el arte de un starec consiste en no pedir nunca nada directamente: “Sé para ellos [los hermanos] un ejemplo, no un legislador” [37].
El padre Isaac cuenta: “Cuando era joven vivía con el padre Cronio, el cual, si bien era viejo y tembloroso, no me pidió nunca hacerle un trabajo. Por el contrario, él mismo se levantaba para alcanzar el jarro a mí y a los otros. Y he vivido también con el padre Teodoro de Ferme, y tampoco él me ha pedido hacerle alguna cosa sino que ponía él mismo la mesa y me decía: ‘hermano, si quieres, come aquí’. Y yo le decía: ‘Padre, he venido para serte útil y ¿tú no me pides nunca nada?’ Y como él no respondía nada, le comentaba a los ancianos que venían a verlo y estos le dijeron: ‘Padre, un hermano ha venido para habitar con tu santidad, para hacerte de ayuda y ¿tú no le das nunca una tarea?’ El anciano les dijo: ‘¿Soy acaso el superior de una comunidad para darles órdenes? Hasta ahora no le he dicho nada, y, si quieres, puedo hacer también él lo que me ve hacer a mí’. Desde entonces se adelantaba y hacía lo que él estaba por realizar. Cuando hacía algo, lo hacía en silencio; y esto me enseñó a trabajar silenciosamente.” [38]
Así aprendió una enseñanza sobre el silencio y sobre la libertad en la obediencia.
Un padre espiritual no es nunca un “director de conciencia” sino ante todo un carismático. Él no engendra a “su” hijo espiritual, engendra a un hijo de Dios. Ambos, en común, se ponen en la escuela de la verdad. El discípulo recibe el carisma de la atención espiritual, el padre el de ser instrumento del Espíritu Santo. Basilio aconseja buscar a un “amigo de Dios” que dé la certeza de que Dios habla por medio de él. “No llaméis ‘padre’ a ninguno sobre la tierra” (Mt 23, 9): significa que toda paternidad participa de la única paternidad divina, toda obediencia es obediencia a la voluntad del Padre, participa de las acciones de Cristo obediente.
Juan de Licópolis aconseja: “Discierne tus pensamientos, con piedad, según Dios; si no logras, interroga a quien es capaz de discernirlo”. El objetivo es destruir el muro de los deseos que se han elevado entre el alma y Dios. A los que se han ejercitado en el arte de la humildad, Teognosto dice: “Para quien ha conseguido la sumisión espiritual y ha sometido la carne al espíritu, no tiene necesidad de sometimiento humano. Ellos en efecto están sometidos a la palabra y a la ley de Dios, como súbdito agradable” [40]. Mucho más: “Quien quiere habitar en el desierto no debe tener necesidad de ser instruido, debe ser él mismo doctor, de otra manera padecerá” [41] Pero esto es para los fuertes. Si bien, el consejo explicita lo esencial: ninguna obediencia a los hombres en cuanto tal, ninguna idolatría a un padre espiritual, aunque sea un santo. Todo consejo de un stareclleva a la liberación del hombre que se postra solo ante el rostro de Dios.
La obediencia crucifica toda voluntad propia con el fin de resucitar la libertad última: un espíritu en escucha del Espíritu.
La unidad cristiana y la libertad monástica.
Las deformaciones históricas, allí donde se han verificado, han traicionado el magnífico ideal del monje, hombre libre que se dedica en absoluto al servicio de su rey. Han hecho un ser oprimido y sometido a duras leyes.
Si a partir del Medioevo se asiste al divorcio entre la espiritualidad mística y la teología, hoy el mundo tiene necesidad de santos más que de genios [42], para encontrar la unidad entre la oración y el dogma. Ya para los padres de la Iglesia teólogo era aquel que sabe orar [43]. Escribe Orígenes:
A los que no son capaces de acoger los rayos solares de Cristo, tienen a los santos a su disposición que pueden ofrecer una iluminación, que es sin duda muy inferior, pero que ellos a duras penas son capaces de recibir y que basta para llenarnos. [44]
Quien construye la propia vida sobre los tres votos monásticos los hace sobre las tres palabras de Cristo. Puede entonces volverse al mundo y decir esto que ha visto en Dios y si ha sabido crecer hasta la estatura del “hombre nuevo” (Ef 4,24), del adulto en Cristo, el mundo lo escuchará.
Aquel que sabe (porque su fe ve al invisible); aquel que puede resucitar a los muertos, si Dios lo quiere porque vive ya la “pequeña resurrección”; aquel que puede vislumbrar el sentido (porque puede asignar a cada cosa su verdadero nombre, desde el momento que él mismo se identifica con el nombre de Jesús que adhiere a su respiración), pues bien, éste puede inaugurar los últimos tiempos y anunciar la parusía.
La división de la cristiandad no es ciertamente un obstáculo formal sino una falta de verdadera libertad, de aquella que tiene origen en la verdad total. Más que los otros, los monjes realizarán la unidad de modo orgánico porque la harán litúrgicamente. Su ortodoxia no se inmoviliza ante las prohibiciones, sino que abre todos los caminos. Con su adoración y sus cantos de alabanza no excluyen a nadie: invitan a todos y a cada cristiano a volverse adultos en Cristo. Semejante madurez permite superar las situaciones de cerrazón, ubica en el cuerpo de Cristo, sobre el plano del Único y de la Uno.
Según la bella palabra de Simeón el Nuevo Teólogo, el Espíritu Santo no teme a nadie y no desprecia a nadie. El monaquismo, ícono del Espíritu Santo, es una epíclesis ecuménica viviente. La unidad no se puede encontrar si no en esta dimensión del monaquismo universal, si este es capaz de hacerse libre como el soplo del gran Liberador.
En italiano:
Pavel Evdokimov
La vita spirituales nella città
Ed. Qiqajon. Comunidad de Bose. 2011
Págs. 15-44
Traducimos aquí la versión italiana que es
un texto más amplio que el publicado en castellano.
En castellano:
Paul Evdokimov
Las edades de la vida espiritual
Sígueme. Salamanca. 2003
Págs. 135-155
En francés: http://www.pagesorthodoxes.net/
mariage/evdokimov-monachisme-interieur.htm
[1] Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 5,3; 6,2, en Id., Ora comincio a essere discipolo. Le Lettere, a cargo de S. Chialà, Qiqajon, Bose 2004 (Textos de los padres de la Iglesia 68), p. 35.
[2] Policarpo de Esmirna, Lettera ai Filippesi I,I, en Id, Lettera ai Filippesi. Martirio, a cargo de C. Burini, EDB, Bologna 1998, p. 65
[3] H. Leclercq, s.v. “Monaquismo”, en Dictionnaire d’ archéologie chrétienne et de liturgie XI/2, a cargo de F. Cabrol y H. Leclerq, Letouzey et Ané, Paris 1934, coll. 1774-1947, aquí col 1802.
[4] I. Hausherr, “Introductión”, en Niceta Stéthatos, Vie de Syméon le Nouveau Théologien (949-1022), a cargo de I. Hausherr y G. Horn, Pontificium institutum orientalium sudiorum, Roma, 1928, p. XXX.
[5] G. Florovskij, Cristo, lo Spirito, la Chiesa, Qiqajon, Bose 1997, p. 191, n1.
[6] Juan Crisostomo, Contro i detrattori della vita monástica 3,14, a cargo de L. Dattino, Città Nuova, Roma 1996, p. 190; cf. Id., Omelie sull Epistola agli Ebrei 7,4, a cargo de B. Borghini, Edizionin Paoline, s.l. 1965, pp. 141-142.
[7] Cf. P. Pourrat, La Spiritualitè Chrétienne, I. Des Origines de l’Eglise au Moyen Age, Gabalda, Pairs 1918.
[8] Juan Crisóstomo, Omelie sull’ Epistola agli Ebrei 7,4, p. 142
[9] Id., Contro i detrattori 3,14, p. 185.
[10] Teodoro Estudita, Lettere 2, 117, PG 99, 1388D. Cf. Il camino del monaco. La vita monástica secondo la tradizione dei padri, a cargo de L. d’Ayala Valva, Qiqajon, Bose 2009, p.111
[11] Serafín de Sarov, Colloquio con Motovilov, in I. Gorainoff, Serafino di Sarov. Vita, coloquio con Motoviolv, insegnamenti spirituali, Gribaudi, Torino 2006, pp. 181-182, 184. Cf. P. Evdokimov, Serafim di Sarov, uomo dello Spirito. Colloquio con Motovilov, Qiqajon, Bose 1996.
[12] A. Gippius, Svjatoj Tichon Zadonskij. Episkop Voronezkij i vsja Rossii cudotvorec, YMCA, Paris 1927, p. 15.
[13] S. Weil, L’ombra y la grazia, Ediciones de Comunidad, Milano 1951, p.152.
[14] Orígenes, Commento ai salmi 23,1, PG 12, 1265B
[15] Juan Crisóstomo, Commento alle Lettere di s. Paolo ai Corinti 40, 1, a cargo de C. Tirone, Cantagalli, Siena, 1962, vl. II, p. 322. Cf. Cirilo de Jerusalén, Le catechesi 20, 4, a cargo de C. Riggi, Città Nuova, Roma 1993, pp. 445-446; Gregorio de Nacianzo, Orazioni 39, en id., Tutte le orazioni, a cargo de C. Moreschini, Bompiani, Milano, 2000, pp.900-921.
[16] Cf. Justino, Dialogo con Trifone 103, 6 a cargo de G. Visonà, Edizioni Paoline, Milano 1988, p. 308.
[17] Orígenes, Esortazione al martirio 32, en Id., Esortazione al martirio. Omelie sul Cantico dei cantici, a cargo de N. Antoniono, Rusconi, Milano 1985, p. 143.
[18] Cf. Ireneo de Lyon, Contro le eresie V, 21, 1-24, 4, en Id. , Contro le eresie e gli altri scritti, a cargo de E. Bellini y G. Mascio, Jaca Book, Milano 1997, pp. 450-457.
[19] Este aspecto de las tres tentaciones se encuentra en el centro de la “Legenda del gran inquisidor” de Fedor Dostoevskij: cf. Id., I fratelli Karamazob, Einaudi, Torino 1993, pp. 330-352.
[20] Dichos de la Padre, Serie alfabética, Longino 5, en I padri del deserto, Detti editi y inediti, a cargo de S. Chialà y L Cremaschi, Qiqajon, Bose 2002, p. 87.
[21] Gregorio Pálamas, Tomo Agioritico in difesa deis anti esicasti 2, en Id., L’ uomo mistero di luce increata. Pagine scelte, a cargo de M. Tenace, Edizioni Paoline, Milano 2005, p. 184.
[22] Id., Lettera al santissimo ieromonaco Paolo Asán 6, en Id., Che cos’è l’ ortodossia. Capitoli, scritti ascetici, lettere, omelie, a cargo de E. Perrella, Bompiani, Milano 2006, p. 341.
[23] Cf., por ejemplo, Symeón le Nouveau Thélogien, Hymnes 28, a cargo de J. Koder e L. Neyrand, SC 174, Cerf, Paris 1971, vol. Ii, pp. 294-295.
[24] Cit. En F. X. Arnold, La femme dans l’ Église, Éditions Ouvrières, Paris 1955, p. 59.
[25] Simeón el Nuevo Teólogo, Catechesi 34, p. 483.
[26] Cf. Clemente de Alejandría, Stromati III, 12, 82, en Id, Gli Stromati. Note di vera filosofía, a cargo de M. Rizzi y G. Pini, Edizioni Paoline, Milano 2006, p. 355. Según Clemente de Alejandría el sacramento del matrimonio comporta una “gracia paradisíaca” (cf. Ib, id. III 7, 12, pp. 339-361.
[27] Cf. Orígenes, Omelie sui Numeri 20,2 a cargo de M. I. Danieli, Cittá Nuova, Roma 1988, p. 279.
[28] Cf. Agustín de Hipona, La città di Dio XIV, 15, 1 a cargo de L. Alici, Bompiani, Milano 2001, p. 672
[29] Id., Esposiziioni sui salmi 147, 10, a cargo de V. Taulli, Città Nuova, Roma 1977, vol. IV, p. 821.
[30] Juan Crisóstomo, Commento alle Lettere di s. Paolo ai Corinti 32, 6, p. 175.
[31] Cf. H. Corbin, Terre céleste et corps de résurrection. De l’Iran Mazdéen á l’Iran Shi’ìte, Buchet-Chastel, Paris 1979, p. 161.
[32] Juan Clímaco, La scala 15, 58, a cargo de L. d’ Ayala Valva, Qiqajon, Bose 2005, p. 267.
[33] N. Berdjaev, De la destination de l’homme. Essai d’ èthique paradoxale, L’Age d’ Homme, Lausanne 1979, p. 311.
[34] En el Talmud babilonense se lee: “Quien en sueños sube a una cúpula, alcanzará grandes honores; si desciende, decaerá en sus posiciones” (bBerakhot 57ª, en Il trattato delle benedizioni [Berakhot] del Talmuud babilonense, a cargo de S. Cavalletti, UTET, Torino 1968, p. 381). El deseo secreto de Satanás es el de hacer descender al Hijo de la cumbre de su grandeza divina.
[35] La Biblia CEI traduce: “Si uno viene a mí y no me ama más de cuanto ama a su padre…” [N.d.T].
[36] Detti dei padri, Collectio monástica 13, 34, en I padri del deserto, Detti editi e inediti, p. 154.
[37] Detti dei padri, Serie alfabetica, Poimen 174, ibid., p. 188
[38] Detti dei padri, Serie alfabetica, Isaac de Escete 2, en Vita e detti dei padri del deserto, a cargo de L. Mortari, Città Nuova, Roma 2008, p. 252.
[39] Cit. en J. Muyldermans, “Un texte grec inédit attribué à Jean de Lycopolis”, en Recherchers de science religieuse 41 (1953), p. 526.
[40] Teognosto, Sulla prassi e la contemplazione e sul sacerdocio II, en La FilocaliaII, a cargo de M. B. Artioli y M. F. Lovato, Gribaudi, Torino 1983, p. 377.
[41] Detti dei padri, Serie Latina (Vitae Patrum) VII, 19, 6, PL 73, 1044D.
[42] Cf. S. Weil, Attesa di Dio, Adelphi, Milano 2008, p. 58.
[43] Cf. Evagrio Pontico, La preghiera 60, a cargo de V. Messana, Cittá Nuova, Roma 1994, p. 102.
[44] Orígenes, Commento al Vangelo di Giovanni I, 25,166, a cargo de E. Corsini, UTET, Torino 1968, p. 164.