Al despertar, angustia. Una cierta presión que atenaza la garganta, un modo crispado de levantarse; una mirada cargada de pesos y de obligaciones por hacer.
En rápido desfile mental, las distintas tareas pendientes, atan de manos cualquier intento de expansión del alma. ¿Pero será este o aquel hacer el que resulta hostil? ¿O, más bien, el temor que llevo a todas partes, la afanosa búsqueda de control y seguridad que persigo en cada acción?
Es esto último sin duda, porque recuerdo claramente estar haciendo las mismas cosas –hoy asfixiantes- disfrutando de serena alegría. Es esta presencia interna del temor lo que transforma las cosas y los hechos en un peso para el alma y no los aconteceres en sí mismos.
¿ Y porque el temor? Este surge cuando perdiendo la sensación de la sagrada presencia, vivo como si no existiera la Providencia. Mano de Dios que una y otra vez se ha mostrado y se muestra en los acontecimientos, de manera indubitable para el que lo vive.
¿Y porque se pierde la sensación aquella que todo lo sacraliza? Esta ausencia se corporiza en el mismo instante en que he creído que de mí dependía esto o aquello. Volvemos nuevamente hacia el primer versículo del salmo 127:
“Si el Señor no edifica la casa,
en vano trabajan los albañiles;
si el Señor no custodia la ciudad
en vano vigila el centinela.”
Necesitamos evitar la caída en una mirada restringida que a veces se apodera de nosotros, que nos hace creernos hacedores olvidando que somos meros colaboradores. (Lucas 17, 10)
La Creación continúa desarrollándose y la gracia actuando y el Espíritu sopla donde quiere (Juan 3, 8 )
La pérdida del asombro por la existencia misma, a la cual solemos dar por sentada y la organización de nuestra vida excluyendo el corazón, momifican el alma y nos dejan privados de la percepción de lo divino.
Dios Es y está… incluso en la angustia que nos lleva nuevamente a Él.
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